Nunca me gustaron las fiestas masivas ni las celebraciones obligadas. Cuando era niño y el mundo se limitaba a los confines de la casa, con patio, pileta y huerta comprendidas, las navidades fueron las fiestas más hermosas porque eran muy íntimas y tenían el olor de esa ilusión infantil del nacimiento del Niño. Había juguetes, por supuesto, nuevecitos e inesperados, pero siempre lo mejor era la novena, los cantos, la cunita vacía que esperaba el milagro.
Después, cuando el mundo se amplió hacia las calles y plazas de Quito, que aún estaba en Quito, había gente, desde luego, pero era gente amable, gente dispuesta a ceder el paso a los mayores y a los niños, gente que se saludaba y sonreía. La curiosidad prevalecía entonces al mirar los escaparates de calles y portales, pero se fue apagando la ilusión por el Niño, la cuna y las canciones.
Luego se dislocaron los comercios y con ellos aparecieron ya las congestiones. Quito empezó a desbordarse de sí mismo y una marea informe colmó calles y plazas; aparecieron los centros comerciales y la novelería colectiva los llenó de curiosos, compradores y envidiosos, y desapareció todo ese viejo encanto de la espera del Niño. Su lugar fue ocupado por un Papá Noel agringado, no el francés de otro tiempo, y la competencia hizo que la gente se volviera extraña, desconfiada y agresiva.
Por mucho que quería recluirme era imperioso circular por las calles de una ciudad nueva, poblada por gente que no se reconocía ya como antes y disputaba para llegar primero, cifrando su importancia en adquirir lo más caro, lo más vistoso, lo mejor de la moda. Dejé entonces de sentirme rodeado de vecinos y empecé a sentir la presencia de competidores siempre amenazantes.
Sin ilusiones ya, presencié a veces unas novenas de puro compromiso, sin el mismo significado del Niño, pero con muchas luces, con devociones de plástico importado, con arbolitos de plástico para navidades de plástico y fruslerías de color estrepitoso. Impotente ante esa avalancha de artificios, el “feliz navidad” que se escuchaba en todas partes dicho a gritos, sonaba siempre hueco entre el estrépito de los parlantes y los pitos de las calles atestadas.
Las navidades dejaron ya de ser las navidades. Se hicieron fechas tristes para recordar a los míos mucho más que en noviembre, cuando todos lo hacen; para mirar desde lejos el ajetreo y los afanes y advertir que en la misma familia los más chicos ya no son de mi mundo, que comparten las alegrías colectivas, las ajenas, que chatean, se escapan, mientras me quedo solo y me siento extraño.
Sé que me quieren, que son sinceros cuando me dan su abrazo, pero también recuerdo que estoy viviendo en una ciudad distinta, que no me pertenece, y añoro el Quito que he dejado lejos, empujado por la marea de recién venidos.
Ahora comprendo que la patria, la única y verdadera patria es la infancia, o la imaginación que alimentaba la infancia con la espera de un Niño que no existe.