Nostalgia de otros diciembres

Lejos del vértigo consumista que hoy nos atosiga, aquellos diciembres, ya lejanos, de nuestra insondable infancia fueron otros. Sus claros e inquietos días transcurrían con otro ritmo, más calmo y esperanzado, pero más hondo también.

La Navidad era el Niño Dios, los Reyes Magos, la infaltable misa de gallo a medianoche, los villancicos canturreados al son de pandereta y gorjeos de ave canora y el belén oloroso a musgo y palo santo. No había Navidad sin “pase de Niño” con sus priostes, negritos y curiquingues, procesión que, por donde pasaba dejaba la calle sumergida en incienso. El Niño Dios y los Reyes Magos eran, por entonces, los encargados de repartir los regalos.

Al cálido cinturón del mundo, donde habitamos, no había llegado aún el jocundo Papá Noel de barbas nevadas quien, según dicen, mora en algún gélido lugar del Polo Norte y a quien los anglosajones lo llaman “Santa”. En estas tierras del ardiente trópico, hogar del plátano, la palmera y el guayacán, el árbol de Navidad era, al igual que Noel, otro forastero de procedencia gringa. Esta conífera de triangular silueta con su escarcha de algodón y destellantes bombillos de colores, nunca ha podido desmentir ese origen extraño que lo muestra como la imagen de la Nochebuena nórdica, el manido emblema de tarjeta navideña.

Antes de la difusión de estas prácticas foráneas, diciembre trastornaba nuestra cotidianidad de un modo diferente; resucitaba alegrías ancestrales que tenían la virtud de sacudir la habitual morriña de la gente serrana. Era tradición, fervor y también desafuero. Destapaba ilusiones que habían estado guardadas durante el año. Era máscara y disfraz, broma e inocentada; el monigote de aserrín que entre trueno y camareta ardía en ceremonia callejera. No ha habido diciembre que no se despidiera con el llanto fingido de la procaz viuda del Año Viejo. Entre la Navidad y el Año Nuevo imperaba la burla, llegaba la temporada de “inocentes”. Comparsas de disfrazados bailaban en las calles hasta el amanecer, el payaso dictaba sus “lecciones” en las plazas, en tanto que la muerte, con su atuendo macabro, hacía de las suyas con una guadaña de cartón. Para ello, se extraían del fondo de viejos baúles, las caretas de los antepasados. Tras el embozo, el simulador desembuchaba sin tapujo alguno todo aquello que pensaba de los demás, se mostraba lo que él era o aquello que quería ser.

La máscara –trasunto de nuestra condición mestiza- permitía la transgresión, confería la impunidad pasajera para burlarse del poder, hacer befa de los intocables: el clero o el Gobierno. Diciembre traía gozos, desahogos e irrespetos que solo en sus privilegiados días de carnavalesco desafuero podían ser consentidos por una sociedad pacata y cohibida, atada a la tradición y obsesivamente vigilante de la conducta del prójimo.

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