El país vive en torno a la idea de que casi todos los aspectos de la vida social deberían someterse a votación, que la lógica de la mitad más uno tiene el secreto para resolver los más diversos problemas, y que tal recurso político sirve para esclarecer toda verdad y hasta para decidir quién fue el mejor ecuatoriano. Pero, las cosas son algo más complejas y los procesos sociales más sutiles.
1.- La teoría de la mitad más uno. La “mitad más uno” no es sistema para descubrir la verdad, ni una forma de establecer la justicia. La mayoría no es dios ni es la mágica varita para encontrar la felicidad. Es, simplemente, una suma de voluntades individuales concurrentes sobre un asunto coyuntural determinado, susceptible de acierto o error, de manipulación, pasiones o desinformación. La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios. Ni la ciencia política ni la imaginación han podido, hasta ahora, encontrar un método sustitutivo, que elimine ese sabor de sorteo del destino nacional que tiene el método de las mayorías.
El despotismo de las mayorías alcanza su mayor tensión y su máximo riesgo cuando se asigna a plebiscitos, congresos o asambleas, poderes omnímodos sobre todos los ámbitos de la vida de las personas, y cuando se cree erróneamente que las mayorías no son solamente un método inevitable, y en ocasiones, riesgoso e imperfecto para tomar decisiones, si no que, además, se les atribuye la virtud de descubrir la verdad política o la razón jurídica o la legitimidad social. Esto proviene de la pretensión dogmática de que la democracia no sea solamente un método político -que eso es- sino una religión, una ciencia o una piedra filosofal.
2.- Las mayorías no sirven para decidir cómo debe ser el hombre. Bajo las teorías de la “reingeniería social” camina la idea de que es posible decidir el perfil de la humanidad, el modo de ser de los individuos, sus gustos y vocaciones, por mayoría de votos de cualquier órgano político o burocrático, o por lo que diga “el pueblo” al responder un plebiscito. Tan “democrática” idea implica, sin embargo, un método absolutamente despótico de suplantar el ejercicio de los derechos fundamentales -a decidir qué quiero ser- por los resultados de un sistema conducido bajo los intereses coyunturales de un caudillo, un partido o un cenáculo de iluminados. Las mayorías no sirven para expropiar la capacidad de ejercer la libertad de elegir de cada persona, ni para coartar las vocaciones de las familias, ni para imponer los principios que deben guiarnos.
3.- Las mayorías no sirven para suplantar la cultura fundada en valores. La cultura es un complejo producto de la dinámica social, una suma de costumbres, instituciones, pautas de comportamiento, procesos, ideas y creencias. Es frecuente la tentación de incidir en ella, torcer su rumbo, y de crear una “cultura alternativa” según la ideología de un grupo que no siempre cuenta con el consenso necesario para imponer sus tesis, es decir, que carece de legitimidad. El problema de fondo está en que no todo lo que se llama cultura, es en verdad cultura, porque tras ella se ocultan prácticas que conspiran contra los derechos y contra temas en los que hay consenso universal, como la vida, la dignidad humana y la libertad. La pregunta es si habrá derecho a abolir semejantes asuntos, y cómo hacerlo. La respuesta puede ir por reconocer que sí hay existe conjunto universal de valores, y que hay usos y costumbres que no se compadecen con ellos. La lapidación de las mujeres en países musulmanes, por ejemplo, que no puede justificarse a título de ningún “culturalismo”.
Cosa distinta es pretender cambios en usos y costumbres a cuenta de imponer una ideología, como ocurrió con las prohibiciones de ritos ortodoxos en la Unión Soviética, o la persecución al pueblo judío y su cultura por la barbarie nazi o la Revolución Cultural de Mao.
4.- Los temas más sutiles. Dejando de lado los grandes temas en los que hay confrontación entre los valores universales -la vida, la justicia, la libertad, la dignidad humana- y prácticas que los lesionan o que atentan contra el orden público legítimo, y que deben cuestionarse y suprimirse, hay otros más sutiles en los que el poder siempre pretende incidir para “acomodar” la sociedad a sus visiones y proyectos. y allí están la libertad de opinión, la literatura, el cine, la pintura, etc. Están las concepciones de la función de la universidad, de la escuela, de la religión, de la economía. Están costumbres que pueden resultar polémicas, como los toros. Entonces, el asunto es más arduo, y la línea roja más tenue, porque la discusión va por el tema de si el poder es quien tiene que imponer cuáles son los gustos y colores, cuál es la misión de la universidad, la familia, el periódico, el libro, etc. O si todos ellos son asuntos reservados a la dinámica de la sociedad, a su sistema de creencias, a la evolución natural de sus sensibilidades.
5.- Los problemas de fondo de las mayorías. Si el método que se elige para resolver cómo debe ser la sociedad y sus gustos, cómo la gente y sus costumbres, es el del plebiscito, la solución resultará ciertamente polémica y peligrosa, porque habrá que considerar (i) que los plebiscitos se responden en función de la naturaleza y la índole de las preguntas, porque el que sabe es el que pregunta y quien no sabe es el que contesta; (ii) que la carga emotiva del dirigente o grupo político dominante incidirá sobre el público votante en forma subjetiva; (iii) que usualmente la masa de votantes está desinformada por efecto de la propaganda; (iv) que en la democracia moderna es cada vez más escaso el voto informado y más frecuente el voto inducido y prejuiciado, (v) que la legitimidad política tiene límites y que ella debe estar confinada a actos de gobierno y no a inducción del modo de ser social. Y, (vi) ¿en qué quedan los derechos de las minorías?
El asunto de fondo es que la democracia de mayorías es un método para elegir gobernantes y opciones políticas, y que ella tienen límites en la intimidad de las personas, en el entorno de las familias, en la sutileza de las costumbres, en la complejidad de la cultura, en las puertas de la universidad, en la autonomía de quien escribe, de quien pinta o del que hace cine. Todo ello en el entorno de una legalidad admitida y no solo impuesta, y coincidente con los valores de justicia y libertad.