Hace pocos días me levanté temprano en la mañana y, aún medio dormido, salí a dar un paseo en bicicleta por la carretera. Luego de pedalear algunos kilómetros, me di cuenta de que el recorrido de ese día sería muy distinto de aquellos a los que estaba acostumbrado.
Me resultaba extraño no encontrar en el asfalto ninguno de aquello enormes agujeros -verdaderos “cráteres” lunares- que si uno no los avista y esquiva a tiempo, pueden destruir las ruedas de la bicicleta, o enviar hasta al más experimentado ciclista con sus huesos rotos al hospital. Tampoco encontré rastro alguno de la basura y escombros que usualmente yacen en las cunetas.
Extrañamente, no tragué carretadas de humo negro provenientes de los escapes de autobuses y otros vehículos, que parecieran hacen funcionar sus motores con carbón, sin importarles las molestias que pudieran causar a otras personas que ocupan la vía.
También me llamó la atención que, durante todo el recorrido, no tuve que pedalear a máxima velocidad para escapar de alguna de esas jaurías de perros callejeros que no hallan mejor entretenimiento que intentar morder a los ciclistas que circulan por la carretera.
Por otro lado, los conductores mantenían una actitud extraña esa mañana. Casi todos procuraban cederme un amplio espacio en la vía y a ninguno se le ocurrió “pedirme” que me haga a un lado mediante uno de esos ensordecedores bocinazos que pueden provocarle un infarto al agitado corazón de un ciclista en plena marcha.
¿Acaso seguía dormido y estaba viviendo una experiencia ciclística surrealista? ¿Me había transportado a algún paraje de otra dimensión? Nada de ello, simplemente me hallaba pedaleando en una carretera de una nación del Primer Mundo, a la que había viajado de vacaciones. Cuando comprendí que allí no necesitaba estar pendiente de los peligros de carretera a los que estaba acostumbrado, pude simplemente enfocarme en pedalear y disfrutar del recorrido.
Así pude comprobar que la diferencia entre el Primero y el Tercer Mundo no está en la riqueza económica del primero y la relativa pobreza del segundo. La verdadera diferencia está en la civilidad y el orden que caracterizan al uno y la incivilidad y el caos que, usualmente, caracterizan al otro.
Para apreciar la verdadera dimensión de esa realidad, no es necesario observar las cifras del Producto Interno Bruto, del ingreso per cápita, o de la producción industrial de una nación, basta simplemente con dar un paseo en bicicleta por sus carreteras.
A diferencia de lo que sucede en países como el nuestro, en el Primer Mundo la vida y la propiedad de los ciudadanos no se encuentran permanentemente amenazadas por las acciones u omisiones de otros ciudadanos o de las autoridades públicas. Y la paz mental que esa realidad proporciona a los ciudadanos, tal como dice la propaganda de la tarjeta de crédito MasterCard, “no tiene precio”.