El año anterior ha cerrado con resultados muy auspiciosos para las empresas. El país creció en forma importante, por el gran flujo de recursos inyectado por el Estado a la economía. Aquello fue posible porque, según los especialistas, el Ecuador recibió por cada barril de crudo exportado el valor promedio de 95 dólares. Esta cifra representa aproximadamente cuatro veces el mejor precio del barril de crudo percibido en las administraciones que precedieron. Con ese inmenso caudal de ingresos circulando las empresas ampliaron sus ventas, muchas de ellas a final de año obtuvieron importantes utilidades. Quizá esto explica asuntos cualitativos no percibidos, con la importancia que merecen, por la sociedad. Los ciudadanos miran inundados de mercaderías los almacenes, existe crédito para la compra de toda clase de artículos, la fiebre consumista invade a todos, los problemas profundos por los que atraviesa el país pasan inadvertidos.
Los indicadores reflejan una recuperación, pero las razones no están en un crecimiento virtuoso donde fluya la inversión y exista plena creación de empleo sostenible en el mediano y largo plazo. Más bien, si se mira el horizonte, retorna la incertidumbre. Somos como nunca una economía dependiente de un solo producto, sobre cuyo precio no tenemos el mínimo control. Pero, a pesar de recibir altos recursos por su venta, nos endeudamos para continuar en gasto desenfrenado.
Tampoco existe un ambiente que aleje los temores de los inversionistas para emprender en el país. Cambios institucionales y legales, fallos escandalosos acomodados a los intereses de turno, discursos amenazantes, malhumor de los funcionarios, contradicciones entre las autoridades de algunas Secretarías de Estado, entre otros, contribuyen a que se respire un aire pesado, ocupando el tiempo en tareas poco creativas que no ayudan a establecer los pilares fundamentales de una economía sólida y sostenible.
A ello ahora se suma un año eminentemente electoral, donde los ofrecimientos estarán a la orden del día, crearán falsas expectativas, cuyo incumplimiento será luego la simiente de nuevos conflictos. El país no está acostumbrado a que le hablen la verdad. Los ciudadanos viven esperanzados en que los recursos sigan fluyendo casi milagrosamente, sin que nadie esté dispuesto a hacer ninguna concesión y peor aún a aceptar que se mermen sus supuestos “derechos”. Nadie se detiene a reflexionar en lo que pasará después que los recursos dejen de fluir, el momento en que la lotería se agote. Los estadistas, los verdaderos, los que dirigen a sus pueblos por sendas en las que los ciudadanos puedan encontrar el bienestar permanente, escasean. La nueva contienda electoral estará vacía de esas propuestas, seremos testigos de una repetición de lo presenciado hasta ahora con un electorado embobado por una precaria prosperidad.