Hace muchos años, cuando en nuestras disputas infantiles un amigo nos pedía que le prestáramos un juguete, sin encontrar buenas razones para negarnos, le rechazábamos diciendo “no me da la gana”.
En esa reacción entraban varios componentes instintivos de los que no teníamos clara conciencia. El primero, sentir que las razones para rechazar tal pedido eran débiles o inexistentes. No pudiendo acudir al expediente de lo racional, justificábamos nuestro egoísmo reclamando el derecho absoluto de decir no, actitud que nuestra conciencia condenaba. Algo parecido a la conducta de quienes, en la infancia de la vida democrática, dicen, por ejemplo, “esta ley va porque va”. Pero nuestra respuesta contenía también un claro germen de prepotencia. No me da la gana de aceptar tu pedido porque soy superior a ti, porque tú no puedes obligarme a hacer lo que no quiero, porque soy el único intérprete de lo que debe hacerse o no hacerse. Mi razón es la ley. Soy el supremo.
Nuestros padres, al enterarse de lo ocurrido, nos corregían de inmediato. Nos hacían ver que, en las relaciones humanas hay que tratar con respeto a todos, que no debemos ser arbitrarios, que si dejamos que tal actitud se transforme en norma de vida, más tarde podríamos convertirnos en dictadores o tiranos, que exclamaríamos “yo siempre tengo la razón” o “yo nunca me equivoco”, que consideraríamos a la ley no la expresión de la voluntad soberana del pueblo sino el instrumento para ejecutar nuestros planes o programas. Nos recordaban que hay una moral que impone límites.
Además, nuestros padres exigían de nosotros la buena educación que nos enseñaban en la familia y en la escuela. Responder “no me da la gana” era descomedido, vulgar, además de arbitrario y prepotente.
Algún amigo, fungiendo de secretario de información, salía a nuestro rescate y decía: todos somos humanos y a veces perdemos la paciencia, nos molestaron tanto pidiéndonos el juguete que, al fin, reaccionamos como no debíamos. Y nuestros padres argüían: si todos somos humanos, no debemos solamente justificarnos cuando perdemos la paciencia sino aceptar, con tolerancia, que los demás puedan perderla como reacción a nuestros actos. ¿Por qué entonces, cuando una niña de pocos años llora humanamente por la prisión de su padre, afirmamos que eso es teatro artificial?
Alguien dijo, en una historia que se repite: “no me molestes porque puedes hacer salir la bestia que tengo dentro”. Argumento de doble filo, corta por ambos lados. No me da la gana: ¡Ofensa a la razón y ofensa al pueblo, que tiene derecho a explicaciones y no a caprichos!
San Agustín lloraba, con sincero arrepentimiento: Señor, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero. Se aproxima la Navidad, hora para meditar, corregir los errores y contribuir a la paz.