Desde el 11 de mayo, el uso de la palabra “conserje” ha quedado prohibido en toda Venezuela. De ahora en adelante, por ley, los venezolanos no podrán llamar a los conserjes, conserjes. Para dirigirse a ellos están obligados a utilizar el término “trabajador residencial”. No se sabe aún de cuánto será la multa o el carcelazo para quienes se nieguen a hacerlo. Pero queda claro que en la Venezuela bolivariana, como en tiempos del franquismo, hasta el lenguaje comienza a ser reglamentado.
Basta revisar el DRAE para ratificar que, tanto en su acepción en castellano como en el original francés, la palabra conserje no designa otra cosa que: “Persona que tiene a su cuidado la custodia, limpieza y llaves de un edificio o establecimiento público”. Exactamente el mismo sentido que el término tiene en Venezuela, independientemente de los estigmas a los que algunos puedan asociarle. ¿De dónde surge, entonces, la idea de prohibir el término? Pues, según la exposición de motivos de la nueva ley, del hecho de que conserje es un término peyorativo que lesiona la dignidad de un tipo de trabajadores.
Ese carácter peyorativo se halla en el origen mismo de la palabra. Es lo que explica el texto legal. Conserje viene de concierge y concierge ‘probablemente’, así dice la exposición de motivos, del latín vulgar, consevius, “formado de la preposición cum (con) y servbius (esclavo)”.
Algo que no se le ocurrió ni siquiera, pobres reformistas, a los radicales de la Revolución Francesa.
Si no fuera por la peligrosidad de lo que esta argumentación encarna, es como para echarse a reír. Nadie en su sano juicio puede oponerse a que se aprueben leyes que mejoren las condiciones laborales y sociales de los trabajadores.
Pero no es eso lo más grave.
Lo verdaderamente atrasado en esta historia, es que en la República Bolivariana de Venezuela alguien pueda arrogarse el derecho de decidir cómo debemos hablar los venezolanos, cómo se debe llamar un oficio, y cuándo la manera como se le ha conocido tradicionalmente debe ser olvidada por todos. Es una violación flagrante de la Constitución que prohíbe explícitamente toda forma de censura y garantiza que la creación cultural es libre.
Por esa vía, si se acepta que el legislador tiene derecho de decidir cuáles palabras podemos usar y cuáles no, muy pronto tendremos un catálogo a lo Orwell donde el Big Brother instruye a los ciudadanos sobre qué se puede decir y qué es incorrecto. “Conserje” no, “trabajador residencial” sí. “Negro” no, “afrodescendiente” sí. “Opositor” no, “enemigo de la patria” sí. “Prostituta”, “ramera” o “meretriz” no, “trabajadora sexual” sí. “Mesonero” no, “compatriota que tiene la amabilidad de servirnos a la mesa” sí. “Político” no, “servidor del pueblo vestido de rojo” sí.