Acaba de cumplir 40 años una foto que sacudió al mundo. Veamos: es junio de 1972, en plena guerra de Vietnam: una niña desnuda, quemada por el napalm, escapa dando alaridos de dolor junto a su hermano y otros niños, mientras algunos soldados caminan como si nada. Todos vienen hacia la cámara. Al fondo arde la selva. La imagen es tan poderosa que genera, dentro y fuera de los Estados Unidos, una ola de indignación tal que contribuye a la derrota del ejército norteamericano. El presidente Nixon jura que es una foto trucada por los comunistas. Pasa siempre, los dogmáticos de lado y lado no ven la realidad, ni su retrato; en cada cosa advierten conspiraciones planetarias.
Dos décadas después, el sudafricano Kevin Carter, miembro del temerario Club Bang-Bang de fotógrafos de guerra, capta en Sudán a una niñita negra doblegada por el hambre, al borde de la inanición, mientras un buitre la observa a corta distancia, como si estuviera a punto de devorarla. Numerosos lectores llaman a los periódicos que publican la conmovedora imagen a preguntar por el destino de la niña, pero nadie da razón. Se acusa a Carter de haberla abandonado a su suerte. La foto gana el premio Pulitzer, pero, agobiado por el horror que ha visto al cubrir los conflictos africanos, Carter se suicida. Muchos dicen que le perseguía la culpa de no haber ayudado a la niñita negra, aunque Silva, un maltrecho sobreviviente del Club Bang-Bang, dará una versión menos ignominiosa, explicando que estaban cerca de un centro de ayuda alimentaria.
A la niña Kim Phuc, en cambio, la salvó el joven fotógrafo Nick Ut, que aún no estaba curtido por la brutalidad de la guerra. Luego de disparar su cámara, cargó a Kim al hospital para que la atendieran. Otros samaritanos, sacudidos por la imagen, la respaldaron a través de muchas operaciones y trasplantes hasta que la niña se convirtió en una mujer que ayuda a las víctimas de la guerra y vive casada en Canadá.
Siempre se ha discutido el papel de los fotógrafos de guerras y desastres. Que si exacerban el morbo de los lectores, que si se aprovechan del dolor de las víctimas, que si deberían ayudarlas… Pero lo terrible y censurable son las guerras y el hambre, no quienes informan sobre sus efectos devastadores.
Tampoco pueden los fotógrafos dedicarse a ayudar a los damnificados pues dejarían de hacer su trabajo.
Los cómodos, los apáticos somos nosotros que consumimos las imágenes desde la seguridad de nuestros hogares mientras los periodistas se están jugando la vida en conflictos remotos. Tanto así que en cada guerra muere o resulta herido de gravedad uno o más fotógrafos.
A veces, como en Vietnam, sus fotos movilizan a la gente contra la guerra; otras veces se ahogan sin historia en el torrente de imágenes que nos abruma.