El artículo 62 de la Constitución establece que los ciudadanos “tienen derecho al voto universal, igual, directo” y secreto. Pero, contradictoriamente, el artículo 143 añade que el presidente y el vicepresidente de la República “serán elegidos por mayoría absoluta de votos válidos emitidos”, con exclusión de los votos nulos y en blanco. Si el derecho al voto es igual para todos, ¿por qué el voto de unos ciudadanos sirve para determinar los resultados y el voto de otros no? ¿Por qué los votos nulos y en blanco no se toman en cuenta para el cálculo de porcentajes y el establecimiento de mayorías y minorías? ¿Por qué carecen de valor electoral y político? ¿En qué queda esa teórica igualdad? Ese artículo 143 contiene una distorsión conceptual (otra más), para favorecer al candidato con más posibilidades de triunfar. En efecto, existe mayoría absoluta, que se diferencia de la mayoría especial y de la mayoría simple o relativa, cuando un candidato recibe más de la mitad de los votos de la totalidad de los integrantes de un organismo o de un grupo social. En un organismo integrado por cien personas, por ejemplo, la mayoría absoluta está constituida por cincuenta y un votos o más, con prescindencia del número de votos emitidos. La ‘mayoría de los votos válidos’ de que habla erróneamente la norma citada, al excluir los votos nulos y en blanco, no es absoluta: es simple o relativa.
El voto nulo o en blanco, que es en gran medida la manifestación del descontento o del rechazo, no influye en el resultado. No es útil. La Constitución, minimizando el pronunciamiento de insatisfacción o desacuerdo de un grupo de votantes, tratando de eliminar o de disminuir el peso de su protesta, pretende inducirlos a tomar una decisión, mediante el voto obligatorio y contra su voluntad o sus convicciones, a favor de una de las opciones presentadas. El sistema electoral, canalizando utilitariamente los votos en beneficio de uno de los candidatos, nos acostumbra al conformismo. A la mediocridad. A la aceptación de candidatos en los que no creemos. A renunciar a una auténtica democracia.
Elegir debe ser un acto de plena libertad. Un derecho personal e inalienable respetado con todo su significado y todos sus efectos. Pero si en ese acto, a través de normas legales, se nos obliga a respaldar una opción que nos parece mala o inconveniente, se está desconociendo esa libertad. Nuestro derecho al ‘voto igual’ ha sido burlado: se busca nuestra sumisión, en una prueba fehaciente de falta de fe en el poder creador de la libertad y en su capacidad para construir el futuro. “No hay más que un progreso, el progreso en libertad”, escribió, con su característica lucidez, Ortega y Gasset. Todos los cambios que ocurren en el mundo “son adelantos únicamente cuando favorece la expansión de la libertad”.