Hace un par de años, cuando en América Latina comenzaba esta oleada de leyes restrictivas de la libertad de expresión, nuestro Presidente fue entrevistado por la revista brasileña Veja y señaló que la “mejor ley de medios es la que no existe”. Me consta que toda la prensa del continente celebró la definición y a todos los que andamos rodando por los caminos de América, nos enorgullecía, con justa razón, como expresión de una larga tradición nacional. Como había un grupo que estaba trabajando en la Dirección Nacional de Telecomunicaciones en la elaboración de una ley, volvió a ser preguntado y repreguntado, y con irritación dijo estar “podrido” de que le hablaran de un proyecto que no conocía y que si le llegaba lo tiraría a la basura.
Desgraciadamente, de aquel grupo de inquisidores salió un proyecto y, avalado por el Ejecutivo, hoy está a estudio del Parlamento, con 183 artículos que, en la peor técnica legislativa, aspiran a preverlo todo, siempre bajo un espíritu de sospecha que va desde canales de televisión y ondas de radio mirados con recelo hasta publicistas que en nombre de la promoción comercial aparentemente están dispuestos a extorsionar niños.
Esta no es una ley moderna, porque no toma en cuenta el avance rápido de la tecnología y cree que todo se puede planificar y regular. La tendencia en el mundo es hacia la convergencia de medios (telefonía, radio, televisión, Internet, trasmisión de datos) como modo de alcanzar la mejor calidad y costos internacionales competitivos. La ley se ubica en el punto opuesto: el que hace televisión no puede hacer telefonía, y a la inversa.
Tampoco es una ley garantista, porque impone que toda la comunicación debe ser “respetuosa e inclusiva”, promotora de la “identidad”, jamás incurrir en “percepciones estereotipadas, sesgadas o producto de prejuicios sociales”, criterios borrosos si los hay, que serán interpretados por tres organismos de contralor que se crean, todos con mayoría gubernamental y capacidad sancionatoria.
A partir de ese principio se regulan todos los contenidos. Se llega hasta disponer que el 60% de la emisión de televisión será de producción nacional, que el 30% de aquel porcentaje será de promotores privados, aunque ninguno de éstos puede ir más allá del 40% de ese 30%. Dos horas a la semana deben ser películas de ficción, el 50% de producción nacional y dos horas semanales también de la “agenda cultural” y suma y sigue hasta el detalle mínimo. Por supuesto, todo esto es inviable para los canales del interior, especialmente los de cable que no podrán competir.
Toda esta maraña de prohibiciones aparece en medio de definiciones clásicas de libertad de expresión, que se contradicen, a renglón seguido.
Realmente no entendemos que el presidente Mujica, que ha respetado la libertad de expresión en lo que va de su mandato, se introduzca ahora en este camino, que lo aproxima a sus colegas de Argentina, Ecuador y Venezuela. No lo entendemos en él, que construyó su imagen en esta televisión uruguaya que, con virtudes y defectos, le abrió generosamente su pantalla pese a su pasado de lucha contra el sistema democrático.
Menos entendemos que se estén haciendo llamados y adjudicaciones de canales digitales cuando hay una ley en trámite y bien harían los canales actuales en no presentarse al llamado, porque su autorización fue sin término y aceptar ahora un plazo limitativo es introducirse en la maraña de este engendro que se proyecta.