Los argumentos para defender que dos personas del mismo sexo puedan casarse válidamente son muchos, son muy poderosos y son jurídicos, políticos y éticos.
Aunque la Constitución mande que el matrimonio es la unión contractual entre un hombre y una mujer (el texto exacto es: “El matrimonio es la unión entre hombre y mujer, se fundará en el libre consentimiento de las personas contrayentes y en la igualdad de sus derechos, obligaciones y capacidad legal”.) esta norma, aunque sea constitucional, discrimina, segrega y excluye. En la práctica resulta que el Estado -en el caso del Ecuador organizado en forma de República, es decir basado en el principio de igualdad de los ciudadanos- discrimina a sus propias personas sobre la base de su preferencia sexual: es decir, los que escojan casarse tradicionalmente lo podrán hacer, en cambio, los que escojan un matrimonio distinto, pues no y mala suerte. Aunque en estos tiempos resulte risible, el objetivo final del Estado es cobijar, defender y proteger a sus propios ciudadanos sin distinción de preferencias, tendencias, creencias o condiciones. Cuando el Estado escoge a quién proteger y a quién no, cuando el Estado crea categorías de ciudadanos de acuerdo con sus características y preferencias, la violación de los derechos más elementales es cosa segura. Y, también aunque parezca inaudito en estos tiempos, el Estado existe para cuidar y para garantizar los derechos más básicos (y todos los derechos). Es más, el Estado tiene -debería tener, al menos- particular obligación de resguardar a quien piense diferente, a quien haya escogido vivir de modo distinto, a quien, en público o en privado, tome decisiones que puedan parecer no ortodoxas para las mayorías. Además -esa es mi opinión, al menos- no es asunto de Estado si un hombre escoge libremente casarse con una mujer, o si un hombre elige casarse con otro o si una mujer quiere casarse con otra. El Estado, por el contrario, debe cuidar la diversidad, la intimidad y la libertad de escoger. El asunto de Estado es, pues, garantizar el trato igualitario y el trato justo. La razón de ser del Estado es esa tutela.
Todo lo anterior cobra mucha más importancia en un Estado laico, es decir en una sociedad en la que los asuntos políticos se debaten y se resuelven fuera de la religión. Que una persona decida -de forma libre y voluntaria- casarse con una persona de su mismo sexo no es un tema que deba consultarse con los dioses, ni que deba generar la ira del cielo, ni que deba suscitar discusiones sobre lo que es natural o lo que es supuestamente antinatura. La ética laica, en este caso la ética republicana, está y debe estar alejada de la religión. Y, además, es justamente la obligación ética y política del Estado tratar y considerar a todos por igual, y proteger a quienes piensen distinto, a quienes hayan elegido cualquier opción de vida.