Los jóvenes habían sido capturados, cercados por policías de traje negro. Ya reducidos en la escalinata de un puente peatonal de la avenida Napo, en el sur de Quito, sentados, inmóviles, fueron tratados a punta de tolete, antes de que los llevaran a los operadores de justicia.
Resulta impactante que uno de ellos fuera toleteado en la cabeza y que al llegar al pie de la escalinata un antimotines lo apretara por el cuello, mientras otro agente extendía su truflay (escopeta de gas) para golpearlo con el cañón.
En la Policía, y esto no tiene por qué asombrar a nadie, quedan rezagos, acaso aislados, de prácticas que se riñen con los derechos humanos. En el Montúfar había aprehendidos ensangrentados (luego el grupo fue liberado).
Los detenidos en el Colegio Mejía relatan ahora en el CDP que el 18 de septiembre recibieron abundantes golpes con toletes y puntapiés, mientras estaban en el piso; que tras ser detenidos recibieron electricidad, y los llevaron al Regimiento Quito 2, en lugar de trasladarlos de inmediato a la unidad de flagrancias que trabaja 24 horas, fueron forzados a pasar la noche en el patio.
Entre esos jóvenes, que siguen presos, había quienes tenían moretones en el cuerpo. El peritaje de la Cruz Roja, levantado días después de la detención, es reservado así como el proceso penal.
Si lo que relatan los capturados en el Mejía es real, la Justicia tendrá un duro escollo. No, no es cuestión de gritar más en televisión o de amenazar, como, por ejemplo, con comunicados que alertan a la prensa sobre el tratamiento del tema. Entre los protestantes hubo violencia, contra bienes y contra seres humanos. El ataque al cabo segundo Vicente Tamayo fue brutal e inadmisible. Sería reprochable pasarlo por alto.
Pero en este Estado de Derecho existe el “debido proceso”, una garantía irrenunciable para todo ciudadano. El exceso policial con el fin de acusar a una persona viola ese derecho de forma directa y es causal para anular juicios. Pasarlo por alto, con ceguera, socava la democracia.