Lo de estos tiempos nada tiene que ver con el pesebre, ni con la humildad campesina, histórica, de la Navidad originaria. Nada tiene que ver con el nacimiento del Niño Dios, ni con las tradiciones de pastores y ángeles, nada con la fe; y es absolutamente distante del escenario donde la mula y el buey abrigaron la noche helada y preservaron la dignidad. Lo de estos tiempos es la negación cínica de lo que dicen los evangelios, y es lo contrario de todo aquello que, antes de la masificación, los villancicos e historias evocaban entre el calor de las familias. Algo queda en los nacimientos y en las novenas, en las reuniones en casa, en la oración que recuerda la paz, que hubo en la sociedad modesta que antecedió a la actual. Algo queda, no mucho ciertamente. Quedan recuerdos, la misa del gallo y los buñuelos. Quedan los abrazos y para bienes. Lo demás, murió, y fue enterrado entre el alboroto del tumulto y el consumismo.
Tiempo de tumulto. Tiempo de compras, de angustias, de atascotes y retrasos. Época de desmesura. Tiempo de obsequiar cualquier cosa, de cumplir compromisos, de festejar, de beber y bailar. La fiesta es comprensible, dada la índole de una sociedad que se refugia sistemáticamente en la diversión, que cree que la vida es solo espectáculo. Lo que no es justificable, lo que constituye paradoja injusta, es el hecho de que el torbellino y el desmán hayan desplazado definitivamente a la paz, que a villancicos y canciones se los haya transformado en sonsonete que tortura a dependientes y compradores. Que la gente no sepa ni qué festeja. Que se haya perdido la noción de la prudencia y el sentido de la tradición; que el mercado invada las familias, torture a los padres, envenene a los hijos. Injustificable que la Navidad sea tumulto, que, a pretexto de la noche del pesebre, se haya mudado la austeridad en frenesí comercial.
Más allá de lo episódico, la transformación de la Navidad en tumulto, la negación de la paz a pretexto de la paz, revela la fuerza de la depredación de las sociedades modernas, la potente disolución de creencias, religiones y culturas, y de su capacidad de mutación en lo contrario. Evidencia, además, el hecho de que, entre el asombro de unos y la indiferencia e ignorancia de la mayoría, asistamos a la fundación de un tiempo en que lo se llamaba “el espíritu”, el sentimiento o la razón, estén abolidos y condicionados, en que la gente sea puro interés y las familias sean, apenas, el punto de partida para emprender la carrera desbocada en pos de la meta hacia ninguna parte.
Reivindicar la Navidad, y volver a las viejas costumbres, es imposible. No lo es, en cambio, pensar, con sentido crítico, en que este vaciamiento moral que sufrimos pueda terminar en que la gente sea solo voraz consumidor, sujeto de propaganda, cliente, votante, masa de encuestas. Todo, menos persona.