Alguien dijo que el nacionalismo era el retorno a la tribu. Es verdad, en cierto modo, es el regreso a los tiempos de comunidades primarias autosuficientes, de caudillos locales, de campanarios de aldea, de espacios acotados, fronteras sagradas y vecindarios rodeados por infieles y amenazados por enemigos imaginarios.
La comunidad de Valencia, España, ha dispuesto que la información sobre tráfico, comercios y circulación sea en idioma valenciano. Casi prohibido el español, de modo que quienes no conozcan ese lenguaje vernáculo, si van a esa ciudad, entrarán en un laberinto, equivocarán las rutas, se perderán, y procurarán no volver a un sitio que pretende que turistas extranjeros y españoles aprendan el dialecto, asuman rápidamente la cultura de la región y entiendan que esa es una “nación” que se impone al mundo. Rasgos de un nacionalismo cerrero.
Algo parecido ocurre en Cataluña, y otros sitios en España, son comunidades que viven de sustanciosos presupuestos financiados por la Unión Europea y por el estado Español, que afirman un nacionalismo intransigente y que, de tanto en tanto, resucitan el separatismo y promueven toda suerte de acciones políticas para pasar al envidiable estatus de nacioncitas independientes con dinero ajeno.
Pero la realidad enseña que el romanticismo, las banderas al viento, los dialectos y la nostalgia histórica, tienen límites: los que impone la prudencia, el sentido común y la sensatez. La que impone el reconocimiento de un mundo que apunta a los grandes bloques, que disuelve las soberanías y los feudos, y que pasa de largo y deja en la estación a quienes se niegan a vivir la “ética de la verdad”, aquella que reconoce las limitaciones y los riesgos de las ideologías, los peligros de la irracionalidad de los extremos.
Es verdad que las diversidades étnicas y culturales enriquecen a los países, pero no pueden convertirse en argumento para imponer los idiomas minoritarios, ni para obligar al mundo a pensar en catalán, gallego, quichua o aimara. Ni en España ni en América Latina pueden convertir a la política nacionalista en un retorno a la tribu, e inducir, en consecuencia, una suerte de aislamiento consciente, de fuga del tiempo y de negación de la realidad.
La historia prueba que esa clase de nacionalismos solo provoca rupturas y negaciones derivadas de visiones del mundo ancladas en un particularismo excluyente, y en el afán de obligar al mundo a que hable en su idioma, se someta a sus ritos y reconozca los portentos de su nación, en tiempos en que lo que realmente importa es el bienestar de las personas y la afirmación del individuo sobre la comuna.
Los nacionalismos han sido y son un riesgo. Son una de las plagas más serias y peligrosas del mundo moderno.