El 18 de enero de 1991, centenares de fieles musulmanes congregados en la mezquita Ed Dwa, en el barrio Stalingrad, de París, elevaban sus plegarias de júbilo por Saddam Hussein. El lanzamiento de misiles a Israel era, para los seguidores del dictador, la respuesta esperada al ataque israelí sufrido por Iraq en días anteriores. Según contaba El País de Madrid en crónica del 19 de enero, “policías con metralletas y chalecos antibalas y agentes de los servicios secretos franceses vigilaban estrechamente la mezquita”. Nada nuevo: esta es la fuerza disuasiva visible cuando el fervor religioso se vuelve desorden callejero.
El 13 de enero del 2015, a una semana escasa de los atentados contra Charlie Hebdo, Le Monde revivió el perfil de Amedy Coulibaly, francés de nacimiento, autor del ataque terrorista de Montrouge, que costó la vida a un policía, y de la toma de un supermercado judío, donde asesinó a 4 rehenes.
Amedy no era un desconocido. El artículo de Le Monde recuerda que, en el 2007, con otros exreclusos, este joven trataba de vender el video de aficionado que había grabado clandestinamente, en el que mostraba las condiciones infrahumanas y el clima de violencia de la prisión donde había estado recluido. “La prisión, decía a los periodistas, es la puta mejor escuela de la criminalidad”.
La crónica de 1991 y el artículo de Le Monde guardan cierta relación: la exaltación política de un credo religioso y la extrema marginalidad de los hijos de inmigrantes árabes. No explican ni justifican la violencia terrorista, pero confirman lo recordado en estos días: en el corazón de los viejos barrios de París, en los ruinosos edificios de las periferias, se encuentra la mano de obra que sirve a los fundamentalistas islámicos en su guerra “santa” contra las metrópolis europeas.
En un breve libro (Perspectivas de guerra civil, Anagrama), el escritor Hans Magnus Enzensberger afirmaba que las nuevas guerras civiles se estaban dando en las metrópolis y que estas hacían parte de la vida cotidiana de las grandes urbes. El germen de esta violencia se ha estado expandiendo entre los mismos nativos, por lo general “perdedores” sin esperanzas, abandonados por la vieja sociedad del bienestar en crisis. No es de extrañar que los fundamentalistas de Estado Islámico recluten “combatientes” entre la población no musulmana.“Basta con que uno de cada cien lo quiera para que resulte imposible cualquier convivencia civilizada”, dice Enzensberger.
Una mayoría musulmana repudia los atentados de París y dice no estar de acuerdo con la imagen de ese Dios vengativo que acabó con la vida de un puñado de periodistas irreverentes. Pero el problema no son las mayorías que repudian la violencia. El problema son las medidas que adoptarán los gobiernos para enfrentarla y neutralizarla. El remedio no puede ser peor que la enfermedad, como sucedería si se escucha el canto delirante y xenófobo de Marine Le Pen y la extrema derecha francesa.
El Tiempo, Colombia, GDA