Una pared sobre la que se proyectaban las sombras de quienes se habían quedado del otro lado, de lado y lado. Alguna vez, en una conferencia, le oí a Plinio Apuleyo Mendoza una gran historia de cuando viajó a la Alemania oriental con su hermana Soledad y con Gabriel García Márquez. Ese viaje, según Jacques Gilard, debió de ser en el verano de 1957, y muchas de sus impresiones fueron vertidas luego en los textos de ese libro de García Márquez que se llama ‘De viaje por los países socialistas’, y que empieza con una frase lapidaria y magistral: “La cortina de hierro no es una cortina ni es de hierro. Es una barrera de palo pintada de rojo…”.
Según contó Plinio en esa conferencia, el golpe que produjo en los tres jóvenes viajeros el encuentro con la Alemania del Este fue devastador. Sobre todo para él y para Gabo, que aún tenían intacto su romanticismo socialista y que habían idealizado ese paraíso que debía de ser la Europa detrás de la cortina de hierro, un palo pintado de rojo. Soledad Mendoza, la hermana de Plinio, era mucho más pragmática, y en vez de meterle ideología a la cosa se la pasó todo el viaje preguntando en cuál de las dos Alemanias estaban, si “en la fea o la bonita”.
Pero los horrores de la ‘Alemania fea’ eran tan grandes y tan tristes, y ese paraíso era tan gris, tan desolador, que Plinio y Gabo no lo podían creer. Alguien tenía que explicárselo, alguien tenía que decirles dónde estaba la trampa. Entonces se fueron hasta Leipzig, creo, donde estaba Luis Villar Borda, para que él sí les contara qué carajos había pasado. El maestro Villar (entonces becado allá como estudiante, creo; esta historia la escribo tal como la oí), el maestro Villar los recibió sonriente y pobre, con una bata hecha como de despojos de perro.Los sentó y les dio un whisky oprobioso –son las palabras de Plinio, creo–, y empezó a explicarles todo con paciencia socrática. Argumentos ideológicos iban y venían, también referencias económicas, históricas, políticas. Los estragos de la guerra, que aún humeaban; la demora del primer ‘Plan Quinquenal’, en fin. Hasta que el maestro Villar, vencido en la madrugada, les dijo: “Miren, yo les sintetizo: esto es una mierda”.Esa sabia sentencia la pronunció Luis Villar Borda cuatro años antes de que en Berlín se levantara el muro que partió en dos a la ciudad, incrustado en ella, de la noche a la mañana, como una versión brutal de la caverna de Platón: una pared sobre la que se proyectaban las sombras de quienes se habían quedado del otro lado, de lado y lado; la vida de un pueblo partido en dos y desgarrado, cuyo destino, desde entonces y por veintiocho años que casi no terminan, consistió todos los días en recordar e imaginarse la vida allá atrás.
Es increíble: el domingo se cumplieron veinticinco años de la caída del muro de Berlín: casi el mismo tiempo, tres años menos, que esa herida duró abierta y en pie, y de la cual hoy queda apenas una cicatriz en el piso: un tenue trazado, el recuerdo de esa sombra de 155 kilómetros, y por el que uno camina pensando en todos los que murieron mientras trataban de cruzarla.
El Tiempo, GDA, Colombia