El siguiente extracto de un artículo publicado en 1998 por la periodista y activista de los derechos humanos Jan Goodwin nos puede ayudar a comprender, en algo, los horrores de la intolerancia.
“Treinta mil hombres y muchachos colmaban el destartalado Estadio Olímpico de Kabul, la capital de Afganistán. Vendedores ambulantes ofrecían nueces, galletas y té. ¿Cuál era el espectáculo esperado? Estaban ahí para ver a una joven mujer llamada Sohaila recibir 100 latigazos y para ver cómo les amputaban la mano derecha a dos ladrones. Sohaila había sido detenida mientras caminaba con un hombre que no era su pariente, un crimen suficiente para ser hallada culpable de adulterio. Como era soltera, el castigo era los 100 latigazos; si hubiese estado casada, habría sido lapidada, es decir, matada a pedradas (…) Cuando Sohaila, cubierta completamente en el velo llamado burqa, que es como una mortaja, fue obligada a arrodillarse y luego fue azotada, ‘porristas’ del Talibán hicieron que el estadio se llenase con los cánticos del público (…)
Las condiciones son tan deplorables para las mujeres bajo el Talibán que muchas de ellas actualmente están severamente deprimidas. Sin los recursos para salir del país, un creciente número de ellas está escogiendo el suicidio, un evento raro en el pasado, como medio de escape. Un médico europeo que trabaja en la ciudad me dijo: “Los médicos estamos viendo muchas quemaduras del esófago. Muchas mujeres están bebiendo ácido de baterías o materiales venenosos de limpieza porque es fácil conseguirlos. Pero es una manera muy dolorosa de morir”.
Spoghmai, una ex profesora de 24 años, se describe a sí misma como “enterrada en vida”. La joven perdió el brazo derecho hasta el hombro y la pierna derecha hasta el muslo en un ataque con morteros hace tres años.
Luego de ser herida, pasó varias semanas en un hospital pobremente equipado. Se sentía tan deprimida que quería morir. Lo que literalmente le salvó la vida fue conseguir trabajo con una agencia occidental de apoyo humanitario, ayudando a personas lisiadas.
Pero cuatro meses más tarde, en septiembre de 1996 cuando el Talibán tomó Kabul, la obligaron a dejar de trabajar.
Hoy en día lleva una prótesis mal ajustada y dolorosa –mal ajustada porque, en el Afganistán actual, piernas ortopédicas solo vienen en tres tamaños.
Lisiada como está, caminar le resulta difícil, o imposible si lleva puesta la burqa.
Como no puede salir de su casa sin ella, no lo ha hecho en dos años. “Hay muchos días en que estoy tan deprimida que ni me quiero levantar de la cama”, dice.
“¿Por qué he de hacerlo? No tengo nada en qué ocuparme.
Muchas veces me he preguntado por qué no morí cuando fui herida”.