Los últimos asesinatos y desapariciones, especialmente de mujeres -esa violencia maldita que corroe el corazón del hombre dominante y machista- nos ha ubicado ante una constelación de preguntas que no tienen fácil respuesta. ¿Por qué un hombre siente el deseo de destruir a alguien a quien, quizá, un día amó? ¿Será inevitable que esto suceda? ¿Serán tan bajos los controles personales y sociales? ¿Tan grandes son las heridas del corazón humano? ¿Será, más simplemente, que el mundo instintivo prevalece? Más allá de la pobreza que nos rodea, de la incultura y del subdesarrollo, el femicidio nos salpica a todos. Las informaciones de prensa en estos últimos tiempos ponen de relieve una realidad que marca nuestra vida y lo hace de forma muy negativa, realmente destructiva. Hay un caldo de cultivo común: esa violencia sexual y doméstica en la cual se crece y se alimentan imaginarios terribles y deshumanizadores, tales como una sexualidad compulsiva, ajena al respeto, al amor y a la ternura, un sentimiento primario de dominio y de sometimiento, una falta total de principios.
El tema va más allá de la antropología y de la psicología humanas. Tiene una dimensión cultural, social y política que necesariamente hay que afrontar. La nuestra no es siempre una cultura de vida. La violencia hasta causar la muerte, hasta la destrucción del contrario y diferente, nos salpica por doquier. Crecemos en medio de palabras, amenazas, gestos e imágenes violentas, hasta llegar a convencernos de que la relación sexual (especialmente la genital) no es más que un instrumento de poder.
Lo triste es que se trata de una violencia tolerada, alimentada en el propio hogar, en la escuela, en los medios, en la red, en el trabajo y en la vida pública… No es un problema que afecta solo a las mujeres. Nos afecta a todos, porque lo que está en juego es el modelo de persona, de relaciones humanas, de sociedad y de familia que, de hecho, estamos construyendo. Una sociedad que consiente la violencia de género, que no la ataja y se ubica ante ella con decisión (incluida la decisión política de combatirla) resultará para todos profundamente destructiva.
Aquí hunde su raíz el tema político, cuya mayor falencia es la impunidad. No puede ser que las víctimas sufran y mueran (ellas y sus familias) y los victimarios queden impunes ¿Cuántos delitos de sangre tienen sentencia firme en nuestro país? Alguien tiene que responder… La justicia no está en las palabras altisonantes, en las declaraciones solemnes, en los edificios y concursos publicitados hasta la saciedad, La justicia está en la administración de justicia, en el proceso justo, en las garantías procesales, en la sentencia y en el cumplimiento de la pena… Ojalá que alcance también a la recuperación de la persona y a su reinserción social. Lo demás es música celestial.
Siento por las mujeres ninguneadas, maltratadas y asesinadas una inmensa pena. Por ellas y por sus familias.