Cuando Sir Arthur Conan Doyle hizo morir a Sherlock Holmes en manos de su archienemigo, el profesor Moriarty, los lectores de las historias de este detective armaron un escándalo. Se negaron a aceptar que un personaje tan querido para ellos desapareciera. Humillado y arrepentido, Conan Doyle no tuvo más remedio que revivir a tan célebre personaje en una nueva serie de aventuras. Esta anécdota –narrada por Javier Marías en una de sus columnas de prensa– vino a mi memoria cuando leía sobre los numerosos ritos que tantas familias ecuatorianas practicaron esta semana para estar con sus muertos.
Al igual que los seguidores de algunos personajes de ficción, quienes hemos perdido a personas amadas nos negamos a aceptar su desaparición. Por eso nos sorprendemos imaginando conversaciones o encuentros con ellas y atesoramos objetos que les pertenecían porque nos hace sentirles más cerca. Hay, inlcuso, quienes llevan comida y bebida a las tumbas de esas personas para compartir al menos un día de su vida con ellas.
Sabemos que ya no existen pero actuamos como si continuaran con vida. En ese sentido, los muertos a quienes seguimos amando son como algunos personajes de la literatura: a pesar de ser inmateriales, pensamos en ellos como si fueran de carne y hueso y dejamos que influyan nuestras vidas.
En ‘Confesiones de un joven novelista’ Umberto Eco explica que hay ciertos personajes literarios que se vuelven ‘fluctuantes’, es decir que cobran vida más allá de los textos que originalmente los crearon. Es el caso, por ejemplo, de Ana Karenina, Madame Bovary y, evidentemente, Sherlock Holmes.
Muchas personas saben de la existencia de estos personajes no porque leyeron un libro, sino porque vieron una serie de TV, una obra de teatro o porque lo escucharon de un amigo. Aunque no leyeron el libro, muchas personas saben que Madame Bovary era adúltera y murió envenenada o que Holmes era opiómano y tocaba el violín.
Con nuestros muertos pasa lo mismo: sabemos que se enamoraron y se casaron; que trabajaron aquí y que viajaron allá; que cometieron errores y aciertos. Vemos su vida como un libro no escrito donde sabemos el principio y el final de la historia.
En la imposibilidad de cambiar ese resultado final radica precisamente la fuerza moral de los personajes, dice Umberto Eco. Seguramente sea porque la muerte de los héroes literarios y la desaparición de las personas amadas nos habla sobre la cortedad de la vida y sobre la importancia de aprovecharla. Repasamos una y otra vez aquellas historias –reales o ficticias– hasta hacerlas parte de nuestra existencia diaria. Este ejercicio nos permite asumir que Madame Bovary existe en la realidad y que una persona muerta sigue viviendo con nosotros.