Desde siempre hemos vivido obsesionados por la muerte y siempre hemos deseado una vida sin final. San Pablo nos hizo soñar en la inmortalidad cuando dijo a los Corintios: “Cuando este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces, se cumplirá la palabra que está escrita: ¿dónde está, oh muerte, tu victoria?”. Las diferentes culturas conciben la vida y la muerte de modo muy diverso; Octavio Paz lo resumió de manera inmejorable: Para el habitante de Nueva York, París o Londres, la muerte es la palabra que jamás se pronuncia porque quema los labios. El mexicano, en cambio, la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.
La literatura ha tenido la misma ambivalencia. La novela de Juan Rulfo, ‘Pedro Páramo’, la que inaugura el realismo mágico latinoamericano, juega con la ambigüedad entre la vida y la muerte con personajes que están muertos pero actúan como si estuvieran vivos. En cambio, la magistral novela de Simone de Beauvoir, ‘Todos los hombres son mortales’, muestra lo absurdo de una vida eterna. El príncipe Fosca está condenado a vivir para siempre y la consecuencia es la futilidad de sus actos, que dejan de ser únicos, pues se repetirán una y otra vez tornándose banales. Fosca quisiera morir pero no puede. La “bendita muerte” es para él una ilusión, como es para nosotros la eternidad.
Ahora es la ciencia la que nos ilusiona con derrotar a la muerte. La nanotecnología, la biotecnología, la informática y las ciencias del cerebro ofrecen la posibilidad de reparar no solo los órganos sino los tejidos y las células, crear órganos artificiales y colocar implantes electrónicos. Una portada de la revista Time decía que el 2045 puede ser el año en el que el hombre se vuelva eterno. El doctor Laurent Alexandre, autor del libro ‘La mort de la mort’, terminaba una conferencia reciente asegurando: “Mi convicción personal es que algunos de entre los presentes en esta sala, vivirán mil años”. Este famoso cirujano, neurólogo y experto informático, asegura que cada año retrasamos tres meses nuestra muerte pues desde 1750 hasta ahora hemos triplicado nuestra esperanza de vida al pasar de veinticinco a ochenta años y en cada Ola tecnológica podremos incrementar unos 10 años nuestra esperanza de vida y pronto será posible, con la ayuda de la informática y las ingenierías genética, de los tejidos y células, modelar y cambiar nuestro ADN.
Si la Revolución durara trescientos años y la vida amenaza con ser indefinida, si ya estamos soñando con ser eternos, cómo podemos, al mismo tiempo, jugar con la vida de dos pueblos no contactados cuya muerte sería colectiva, peor que la muerte individual, porque perecerían como pueblo, como cultura, como conciencia. Ignoran que 108 disciplinados revolucionarios han decidido adelantar su muerte.