A veces muere alguien en nuestro entorno y decimos que pasó por la vida sin pena ni gloria. Otras veces, como cuando se fue, hace unas semanas, el gran amigo Manuel Chiriboga, se hace evidente que su paso entre nosotros no fue así. Varios colegas columnistas escribieron merecidos elogios de él, a los que me sumo, porque hizo una diferencia. Más aún, una diferencia constructiva y para bien.
Porque debemos reconocer que Adolfo Hitler hizo una diferencia, y actualmente la está haciendo Abu Bakr al Baghdadi, auto-proclamado califa del Estado Islámico, pero creo legítimo cuestionar si la primera fue, y la segunda es, una diferencia constructiva.
Estas reflexiones me llevan a varias preguntas. ¿Es malo vivir y morir sin pena ni gloria? Me inclino a pensar que no, que es una legítima opción. Por otro lado, ¿qué nos impulsa, a quienes queremos, a querer hacerla? ¿Tuvo razón John K. Galbraith al escribir que “solo hombres de gran vanidad escribimos”? Y luego, si queremos, ¿qué nos impide hacer una diferencia constructiva y para bien?
En nuestros ámbitos más íntimos -la familia, los amigos, el trabajo- nos lo impide, sobre todo, la baja y hasta nula inteligencia emocional, que nos hace poco capaces para el manejo adecuado de la ira, y para sobreponer las necesidades de otras personas a nuestros deseos y a nuestras impulsivas reacciones a la frustración. Esa incapacidad resulta en que, salvo ocasionales excepciones, muchas relaciones humanas, en especial las más estrechas -de pareja, de padres e hijos- tiendan a deteriorarse o a estancarse, antes que a florecer con cada vez mayor belleza.
En nuestros ámbitos más amplios también incide, creo, la baja inteligencia emocional, que nos lleva a reaccionar iracundos y a la defensiva ante los desafíos que nos plantean ideas, esquemas, propuestas, visiones y aspiraciones distintas a las propias. Pero aún si logramos conquistar esas reacciones destructivas, a través de procesos de maduración y de desarrollo de nuestra inteligencia emocional, surge otro serio impedimento a intentar hacer una diferencia constructiva. Es la idea, que considero intensamente equivocada, de que simplemente no podemos hacer esa diferencia. Es, en el fondo, una triste tendencia al menosprecio de nosotros mismos y de nuestras potencialidades.
Existen dos maneras de reversar esa nociva tendencia. En nuestros fueros internos, podemos recordar y valorar nuestras propias acciones y expresiones de generosidad, amistad y amor hacia otros. Y en las relaciones con quienes nos rodean, podemos hacerles saber que son importantes para nosotros, y que hacen una diferencia en nuestras vidas.
Solo tenemos que recordar lo que el poeta inglés William Wordsworth llamó “la mejor parte de la vida de un buen hombre, sus pequeños y olvidados actos de bondad y de amor”.