La credibilidad es la condición esencial de la conducción democrática. Un jefe de Estado que carezca de ella no puede gobernar. Y ella proviene de la confianza de que es una persona que de ordinario acierta en sus decisiones y que siempre dice la verdad. En consecuencia, no es algo que se lo consiga en un momento, sino que se la construye día a día, a lo largo del ejercicio político, haciendo de este la ruta de la verdad.
A Moreno, la credibilidad le venía flojita, flojita. Haber sido vicepresidente del mendaz Rafael Correa (un hombre que sin rubor alguno se contradecía a sí mismo o modificaba a su antojo los datos de la realidad) y desempeñado el puesto en las Naciones Unidas, creado especialmente para él tras palanqueos del Ecuador, no era precisamente el currículum vitae de mayor caché en esto de la credibilidad.
Las cosas, sin embargo, empezaron a cambiar en cuanto tomó posesión de la Presidencia, a la que llegó por un mínimo margen, y de inmediato, por voluntad propia o por los descubrimientos de la justicia brasileña y estadounidense, tuvo que hablar de la corrupción del gobierno anterior y, tras revisar las cifras, anunciar que no había “tal mesa servida”.
No abonaba que lo hiciera con exactamente el mismo equipo económico de Correa, ni con un equipo político, y de justicia, seguridad y defensa que no era precisamente un coro de ángeles para cantar en el pesebre de Belén. Así que construir credibilidad le resultaba cuesta arriba. Sin embargo, lo fue consiguiendo, poco a poco, la mayoría de las veces con declaraciones, dichas en un tono de conversación normal, con sus dosis de humor (con mayor o menor sal), en las que denunció y enfrentó a Correa y una consistente línea en tratar de hacer un gobierno más decente.
Pero todo amenazó con venirse abajo con los cuestionamientos de la Contraloría a varios funcionarios y la bomba del audio de Eduardo Mangas. Este audio ––a más de mostrar que en esa reunión hubo un desleal que grabó una conversación reservada y la filtró, y a más de retratar como lengüisuelto y cínico al propio Mangas, el hombre que ha detentado el puesto administrativo con mayor poder en décadas––, dejaba al gobierno de Moreno, aun siendo condescendiente, como un régimen hipócrita, si no francamente inmoral.
Por eso, la aceptación de las renuncias de Mangas, Espinosa y Espinel (y antes de Rivera, Mayorga y Martínez) intentan contener un peligroso desgaste en la credibilidad de Moreno. Pero el Presidente tiene que hacer mucho más para que aquella no se derrumbe y pueda ganar en gobernabilidad. Ello lo puede hacer vía nombramientos (todavía le falta desprenderse de algunos fanáticos), pero sobre todo acciones que cambien los automatismos correístas, avancen la lucha contra la corrupción y hagan que el diálogo no sea de apariencias sino eficaz.