El Ejecutivo ha anunciado la realización de una (nueva) consulta popular. Será- si la enfermedad alemana no ha tomado ya posesión de mi cerebro- la tercera vez que nos llaman a las urnas a modo de consulta popular, en los últimos cuatro años: la primera, para decidir si debía instalarse una asamblea constituyente, la segunda para aprobar la Constitución que fabricó esa Asamblea. Esta consulta popular sería, pues, la tercera de este período.
Menciono todo lo anterior porque, de todas las formas posibles, la consulta popular implicará la reforma de la Constitución de Montecristi. Y reformar una Constitución que tiene menos de tres años de vigencia significa, digan lo que digan y de cualquier modo, la admisión de un fracaso que venía anunciado. ¿No se suponía que la Constitución de 2008 lo iba a cambiar todo, que era el modelo de un documento constitucional progresista, de ultravanguardia y de aclamación universal? ¿No se suponía que el proceso de Montecristi, llevado a cabo lejos de los clásicos fantasmas del transnacionalismo, de la banca, de la prensa, de los partidos políticos, de las manos negras, de los infiltrados, de los oscuros intereses, de ciertos grupos económicos, era la esencia misma de la perfección? Faltó poco para que sus defensores argumenten que la Constitución de Montecristi, que nos aprestamos cándidamente a cambiar en los meses que vienen, fue escrita, manzana aparte, por los mismísimos Adán y Eva y sin ayuda de la serpiente. ¿No nos dijeron que la Constitución de Montecristi era la más ambiciosa del mundo, admirada urbe et orbi? ¿Para qué, entonces, meterle mano a un documento perfecto, que rezuma y destila justicia poética?
Nos vendieron el proceso constitucional de 2007-2008 como una necesidad ineludible para la ruptura con el pasado: acuérdense que el pasado era el sinónimo más refinado de la banca cerrada que estafó a sus depositantes en connivencia con los politicastros, de unos partidos políticos que eran apenas algo más que unos grupos de amigos que no representaban ni a sus vecinos, de unas instituciones caducas por neoliberales, de unos medios de comunicación mentirosos y podridos. De ahí que la Constitución del 2008 era la cara misma de la revolución ciudadana, el vehículo para salir de las tinieblas de la explotación y de la inequidad.
Finalmente, la consulta popular para reformar una Constitución que todavía no ha sido aplicada (les hago notar que todavía estamos en “período de transición”) es el mejor argumento para sostener que vivimos en un sistema cuyo objetivo principal es la concentración del poder, la vigencia de lo unilateral, de lo indiscutible y de la infalibilidad oficial.