Modernidad y democracia

La modernidad empezó a ser la utopía de unos pocos soñadores como Rocafuerte y Olmedo que, luego de poner los fundamentos de la República asumieron la tarea de institucionalizar este país sumido en la anarquía, el regionalismo y el atraso. Sin embargo, en el sentir de otros, todo aquello que significaba libertad de conciencia, libre pensamiento y tolerancia religiosa sonaba a apostasía. Para estos, progreso y democracia no congeniaban. García Moreno encarnó las contradicciones más dramáticas que desgarraron su tiempo; si, por un lado, se empeñó en trasplantar al país los conocimientos científicos y tecnológicos que habían posibilitado el adelanto material de la Europa moderna, por otro, se identificó con el más radical dogmatismo ultramontano. El caso de Eloy Alfaro es paradigmático por la frustración que implicó. Las reformas por él alentadas no duraron; pronto fueron sofocadas por la estulticia y miopía de sus propios correligionarios. Ardieron en la pira bárbara que el fanatismo político erigió en contra de él y de sus sueños. Una vez más la roca de Sísifo era lanzada al abismo.

Las iniciativas de construir un país democrático y moderno no siempre prosperaron, debieron superar barreras ideológicas y mezquinos intereses. Por lo tanto, no es de ahora la manifiesta tozudez que exhiben ciertos grupos que intentan poner en vigencia sistemas políticos y económicos desfasados. La actitud fanática es la misma, solo ha cambiado el color de las banderas. En el siglo XIX la excusa retardataria la enarboló un estrecho dogmatismo político-religioso frente a las ideologías liberales y positivistas. Hoy, a inicios del siglo XXI, la obcecación es idéntica: el pleno ejercicio de las libertades resulta peligroso para caudillos autoritarios; la apertura al libre comercio es repudiada y vista como sumisión al capital extranjero.

En la China de Mao Tse Tung, su retrato aún preside la plaza de Tiananmén, en Beijing, pero el maoísmo como doctrina política y económica ha sido superado y repudiado en la práctica. Nada queda hoy de su “revolución cultural” de los años 60. Aquí, en nuestra tierra tropical, las momias siguen hablando, su falaz discurso no ha variado en medio siglo. Y, oh paradoja, no es pequeño el rebaño de sus fieles seguidores.

Vivimos una posmodernidad compleja caracterizada por la volatilidad y los cambios rápidos. Pueblo que no corrige sus errores, que no marcha al ritmo de los tiempos está condenado a quedarse en el pasado. Los desaciertos repetidos se transforman en obstáculos para el desarrollo. Cada pueblo recrea su existencia, teje su tiempo, su historia y su utopía. Quien quiera entender el Ecuador debe situarse en un escenario en el que triunfan las paradojas. Percibir el Ecuador como contradicción y discrepancia es apuntar a una de sus notas claves.

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