Pese a los precios extraordinarios en que se han cotizado en los últimos años en el mercado internacional sus principales bienes exportables, la soja y el petróleo, lo que les permitió disfrutar de cierta holgura económica en el último quinquenio, Argentina y Venezuela son los países con la más alta inflación de América Latina, lo que finalmente les ha conducido a depreciar significativamente su moneda. Los dos países con regímenes similares han apostado al gasto exacerbado, habiendo cerrado las puertas a la inversión privada y hostigado a los inversionistas, miran cómo se deterioran sus indicadores a más del clima polarizado que se ha generado a su interior. Los supuestos grandes logros en materia social del que tanto se han ufanado esos gobiernos deben haberse ido al traste con las devaluaciones de las últimas semanas. La del país llanero dispuesta de manera formal por las autoridades monetarias, mientras que en el país del sur el dólar de las calles amplía su brecha con el oficial. Y no son los únicos problemas, sino que existen consecuencias graves derivadas.
Mientras en Venezuela la escasez y el desabastecimiento golpean a la ciudadanía, las autoridades no encuentran mejor manera de solucionar los ‘impasses’ que con medidas de control y represivas, lo que a la final agudiza el problema. En Argentina la agitación social crece y la presión se extiende, con paralizaciones de servidores públicos que demandan aumentos salariales por las altas tasas inflacionarias, lo que ha puesto en problemas a más de un gobierno federal y peor aún a quienes no les llegan rentas del gobierno central por distanciamiento con el kichnerismo.
¿Cómo es posible que con semejante riqueza esos estados se encuentren complicados cuando, con algunas excepciones, el resto de América Latina va encontrando el camino del progreso? A esto hay que sumar que en los dos estados la situación política está enardecida. En Argentina por la improbable reforma constitucional que abriría la posibilidad a la actual mandataria a presentarse nuevamente a la reelección; y, en Venezuela, por la deteriorada salud del Presidente, que abre interrogantes sobre la continuidad del modelo.
Lo que ha acontecido debería ser motivo de observación para quienes adhieren a esos modelos. No se puede sostener todo un sistema esperanzado solo en la acción estatal, en el clientelismo derivado de ingresos extraordinarios de incierta duración. La prosperidad debe ser usada para impulsar un aparato productivo que genere riqueza permanente, que posibilite nuevas fuentes de empleo y mantenga las existentes, que genere utilidades para que el fisco reciba recursos vía impuestos; en fin, que sea sostenible cuando la bonanza decline. Ese camino permite a muchos países mirar con confianza al futuro mientras los otros se debaten, inexplicablemente, en la incertidumbre.