El país vive en torno a la idea de que casi todos los aspectos de la vida social deberían someterse a votación, que en “la mitad más uno” estaría el secreto para resolver los más diversos problemas, y que tal recurso podría esclarecer la verdad y definir la bondad, la justicia y la belleza. Pero las cosas son más complejas y los procesos sociales más sutiles.
1.-La teoría de la mitad más uno. La “mitad más uno” no es un sistema para descubrir la verdad ni una forma de establecer la justicia. La mayoría no es dios ni es la varita mágica para encontrar la felicidad. Es una suma de voluntades concurrentes sobre un asunto coyuntural determinado, susceptible de acierto, error, manipulación, pasiones o desinformación. La democracia encontró en la mitad más uno la pragmática solución para zanjar discrepancias, adoptar decisiones y elegir mandatarios. Ni la ciencia política ni la imaginación han podido idear un método sustitutivo.
El despotismo de las mayorías alcanza su máximo riesgo cuando a plebiscitos, asambleas o congresos se les atribuye poderes omnímodos sobre todos los ámbitos de la vida, y cuando se cree que las mayorías no son solamente un método inevitable, y en ocasiones, riesgoso e imperfecto, para tomar decisiones, sino que, además, se piensa que tienen la virtud de descubrir la verdad política o la razón jurídica. Esto proviene de la pretensión dogmática de que la democracia sea una religión, una ciencia o la piedra filosofal.
2.- Las mayorías no sirven para decidir cómo debe ser el
hombre. Las teorías socialistas de la “reingeniería social” se inspiran en la idea de que desde el poder es posible decidir el perfil de la humanidad, el modo de ser de los individuos, sus gustos, su pensamiento, etc., y que aquello puede hacerse mediante la revolución, o por mayoría de votos de un órgano político o por lo que diga “el pueblo” al responder a un plebiscito. Tan “democrática” idea supone un método despótico de suplantar el ejercicio de los derechos fundamentales por los resultados de un sistema conducido por los intereses coyunturales de un caudillo o de un cenáculo de iluminados. Las mayorías no sirven para expropiar la capacidad de ejercer la libertad individual ni para imponer los principios que deben guiarnos.
3.- Las mayorías no sirven para suplantar la cultura fundada en valores. La cultura es un complejo y espontáneo producto de la dinámica social, una suma de usos, costumbres, instituciones, pautas de comportamiento, ideas y creencias. La cultura no es ni debe ser materia de la política. Es frecuente la tentación de incidir en ella, torcer su rumbo y crear una “cultura alternativa”, según la ideología de un grupo que no siempre cuenta con el consenso necesario para imponer sus tesis.
Es vieja la pretensión de introducir cambios en usos y costumbres a cuenta de imponer una ideología, como ocurrió con las prohibiciones de ritos ortodoxos en la Unión Soviética, o con la persecución al pueblo judío y su cultura por la barbarie nazi, o con la Revolución Cultural de Mao.
4.- Los temas más sutiles. Dejando de lado los grandes temas en los que hay confrontación entre los valores universales -la vida, la justicia, la libertad, la dignidad humana- y las prácticas que los lesionan o que atentan contra el orden público legítimo -y que deben cuestionarse y suprimirse-, hay otros más sutiles en los que el poder siempre pretende incidir para “acomodar” la sociedad a sus visiones y proyectos, e imponer su “ética”. Y allí están la libertad de opinión, la literatura, el cine, la pintura, etc. Están las concepciones acerca de la función de la universidad, de la escuela, de la religión, de la economía. ¿Puede el poder decidir sobre esos temas? Hay costumbres que pueden resultar polémicas, como los toros. Entonces, el asunto es más arduo, y la línea roja más tenue.
En todo caso, la discusión va por el tema de si el poder puede imponer gustos y colores, si debe imponer criterios para distinguir lo bueno de lo malo, lo lindo de lo feo; o cuál es la misión del periódico, del libro, etc.; si el pensamiento tiene límites o si el arte puede ser instrumento político; o si todos esos son asuntos reservados a la dinámica de la sociedad, a su sistema de creencias y a la evolución natural de sus valores, sensibilidades y gustos.
5.-Los problemas de fondo de las mayorías. Si es el plebiscito el método que se elige para resolver cómo debe ser la sociedad y sus gustos, cómo la gente y sus costumbres, la solución resultará ciertamente polémica y peligrosa, porque habrá que considerar (i) que los consultados no responden, en realidad, en función de la índole de las preguntas, porque el que sabe es el que pregunta y quien no sabe es el que contesta; (ii) que la carga emotiva del dirigente o grupo político dominante incidirá sobre el público votante; (iii) que usualmente la masa de votantes está desinformada por efecto de la propaganda; (iv) que en la democracia moderna es cada vez más escaso el voto informado y más frecuente el voto inducido y prejuiciado, (v) que la legitimidad política tiene límites y que ella debe estar confinada a actos de gobierno y que no debe inducir el modo de ser social. Y, (vi) finalmente, ¿en qué quedan los derechos de las minorías?
Una somera reflexión sobre la índole y función de las mayorías electorales y legislativas nos conduce a pensar que incluso la democracia tiene límites, y que no se debe perder de vista que ella es, fundamentalmente, un sistema político marcado por las decisiones de las mayorías, que es un sistema que no puede torcer ni la ética ni la cultura ni los derechos. Es decir, que antes de ser ciudadanos, entes políticos, somos personas con libertades y capacidad de creación.
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