Llaman poderosamente la atención las imágenes de la misa papal celebrada el domingo pasado en La Habana, bajo el gigantesco retrato del Che Guevara que adorna el frente del Ministerio del Interior, y una también enorme imagen de Jesucristo ondeando en la fachada de otro edificio.
Esa mezcla de símbolos puede verse desde dos perspectivas. La una ve en ella algo siniestro, una claudicación ante “el mal”. La otra, que comparto, ve en ella una esperanzadora señal de apertura hacia lo que nos une, no obstante nuestras profundas diferencias y, en consecuencia, nos permite evitar que esas diferencias nos lleven a odios irreductibles y a la confrontación mortal.
La primera perspectiva es la de los ideólogos, los inflexibles, los maniqueos. Los hubo en la Iglesia Católica, que juzgaron duramente y hasta persiguieron a obispos y sacerdotes latinoamericanos, como monseñor Óscar Romero, arzobispo salvadoreño asesinado en 1980, de quien el papa Francisco dijo, en la reciente ceremonia de su beatificación, “su ministerio se distinguió por una particular atención a los más pobres y marginados”. Los hay hoy en el Congreso estadounidense, como el senador Marco Rubio, hijo y nieto de inmigrantes cubanos y candidato a la nominación republicana para la Presidencia, quien ha declarado que si llega a la Casa Blanca reversará el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre Cuba y los Estados Unidos y luchará por mantener el absurdo embargo; o como los senadores republicanos que han intentado bloquear el reciente acuerdo entre el Grupo de los 6 e Irán.
Los hay en todas nuestras sociedades latinoamericanas, como los opositores a las negociaciones de paz en Colombia, y los intransigentes represores en la propia Cuba y en Venezuela. A todos ellos les puede causar malestar aquella mezcla de símbolos en la misa en La Habana, porque hemos crecido y vivimos en un mundo aún plagado de antagonismos, de satanizaciones mutuas, de “¿Cómo vas a creer?” que no nos han permitido evolucionar hacia otra forma de entender y de procesar la diversidad de creencias y propuestas.
La segunda es la perspectiva de Gandhi, de Mandela, de Martin Luther King. Jr., de ese gran español Adolfo Suárez, arquitecto de los pactos de la Moncloa y, ahora, del extraordinario Papa argentino. Todos ellos, al contrario de los ideólogos inflexibles, han mostrado una enorme capacidad para encontrar puntos de coincidencia a favor del respeto, de la resolución pacífica de las diferencias, de la construcción de caminos que, reconociendo esas diferencias, priorizan la búsqueda de acuerdos que eviten que estas nos vuelvan enemigos irreconciliables y nos lleven a la violenta destrucción mutua.
Las imágenes de la Plaza de la Revolución en La Habana nos permiten imaginar una América Latina más capaz de construir en paz.