Una mirada hacia atrás

He defendido con insistencia, casi obsesivamente, el respeto a la Constitución y las normas legales vigentes, he condenado a sus transgresores y he proclamado la necesidad de un cambio integral, a fondo, pero sin demagogia e inmaduras novelerías, de nuestras instituciones. Esa actitud me ha permitido, como observador del desorientado y zigzagueante derrotero de nuestra política, mantener una línea de coherencia. Así como no lancé hipócritas loas al gutierrismo de vieja o de última data, soslayando el golpismo fariseo, ni me obnubilé por el discurso contestatario a favor del ‘cambio’ y contra la ‘partidocracia corrupta’, para convertirme, apenas los vientos variaron su curso, en vergonzante y furioso ‘forajido’ (los ejemplos sobran), no aplaudí la tesis de la nueva panacea, la Asamblea Nacional Constituyente, encargada de realizar una reforma política difusa, manipulada y protervamente dirigida.

Una de nuestras tareas prioritarias es la construcción de un Estado de derecho. Ningún otro cambio tendrá sustentos sólidos si no buscamos y logramos este objetivo fundamental. La Constitución y las leyes son violadas cotidianamente. Los ecuatorianos, que integramos una sociedad transgresora y permisiva, carecemos de una verdadera cultura jurídica. Las normas que nos rigen, que deberían ser respetadas por todos, gobernantes y gobernados, son como maleables instrumentos de plastilina que se adaptan al calor de los intereses variables, encubiertos e inconfesados, de los sectores que han controlado, desde el oficialismo o desde la oposición, el poder político. Hay que cortar definitivamente ese círculo vicioso, nefasto e ininterrumpido, que nos lleva de la violación desafiante y desvergonzada a la actitud de indiferencia y, en última instancia, de aceptación pasiva de la impunidad.

La “revolución ciudadana”, que condenó a la “partidocracia corrupta” y prometió superar sus vicios y procedimientos, los ha reproducido con persistencia, prepotencia y cinismo. En sus primeros cinco años, dedicados a la demolición institucional, la concentración del poder, el debilitamiento de la sociedad civil, la activación del resentimiento social, la siembra del miedo y el paulatino cercenamiento de las libertades individuales, a cambio de la construcción de una obra que ha sido posible por los enormes ingresos públicos (como si un hombre libre se resignara a perder la libertad porque la cárcel será cómoda y lujosa), la violación de la Constitución y las leyes ha sido una práctica diaria. El irrespeto al orden jurídico -que debemos combatir- ha continuado. Hemos sufrido un permanente y progresivo golpismo. La vigencia de la Constitución y la ley no significa por sí sola la existencia de una democracia: pero no hay democracia -auténtica democracia- sin su total y estricto cumplimiento.

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