Una rara virtud de la política es aquella que permite generar mínima certeza en la sociedad. En términos constitucionales, eso se llama seguridad jurídica. En términos económicos, confianza. Desde la democracia, eso es credibilidad. Y, desde el sentido común, buen gobierno, porque esas condiciones activan a la gente, promueven las inversiones, generan empleo, y en suma, amplían los horizontes de la vida, y lo que es más importante, producen personas independientes, habitantes responsables de una república. La incertidumbre, en cambio, menoscaba las libertades, acorta los horizontes, recluye a la gente, y hace de las personas tímidos clientes del Estado todopoderoso, y en lugar de ciudadanos, genera masas de siervos prestos a adular al poder, a marchar, a cantar himnos y a gritar consignas. Y a enajenar la capacidad crítica.
La pregunta clave es si queremos o no tener ciudadanos-personas, o si el proyecto se limita a construir masas de electores simplones, de dogmáticos politizados, de televidentes atentos a la propaganda, o multitudes de clientes de todas las promociones, desde las políticas hasta las comerciales. Dependiendo de la sincera respuesta, cabe o no exigir certeza. Cuando los proyectos son claros y apuntan a afianzar y enriquecer las libertades, entonces la tierra firme es el punto de partida. Pero si cada semana se reformula el país, se rediseña la vida, se reconstruye la historia, y si la retórica enturbia las percepciones, la consecuencia lógica son la incertidumbre, la desconfianza, el miedo perpetuo y la angustia.
Hemos olvidado que es condición necesaria de la democracia la generación de confianza política, de certeza social, y la necesidad de contar con opinión pública independiente, discrepante, ilustrada, que rescate al voto de su actual condición de trámite sin sustancia, de rito, de mentira colectiva, o de adhesión irracional a la propaganda. Pero la confianza política no debe ser solamente ventaja para los partidarios del poder, sino elemento de una cultura política respetuosa que promueva el debate y admita diferencias de pensamiento.
El derecho a discrepar, y la obligación de ser diferentes han quedado enterrados en la teoría de que la verdad es propiedad de los unos y coto vedado para los otros. Esa visión excluyente del adversario está en la base de las grandes equivocaciones políticas, que hicieron de los países cancha de combate de todos contra todos, y cuyo objetivo no es construir certeza, sino someter al adversario e imponer a la sociedad el catecismo de los vencedores, aunque eso signifique sacrificar la seguridad y abolir las libertades, porque, ¿de qué sirven ellas, si los iluminados ya pensaron y decidieron por nosotros, y si ya descubrieron la fuente de la felicidad colectiva?
La mínima certeza no es lujo “burgués”, es factor fundamental para construir vida civilizada.