La Asamblea General de las Naciones Unidas, por Resolución 51/41S, del 10 de diciembre de 1996, exhortó a los Estados miembros a concertar un acuerdo internacional eficaz y de cumplimiento obligatorio para prohibir el uso, el almacenamiento, la producción y la transferencia de las minas terrestres antipersonales, que constituyen una amenaza letal, sobre todo para la población civil en diversas regiones del planeta y que han causado mutilaciones, muertes y padecimientos a millones de personas.
A ello se sumó una intensa campaña, de inspiración humanitaria, propiciada por la Cruz Roja Internacional y numerosas organizaciones no gubernamentales de todo el mundo. Entre las personalidades impulsoras de esa caudalosa corriente de opinión estaba la ciudadana norteamericana Joddy Williams, quien fue galardonada con el Premio Nobel de la Paz de 1997 por su laudable labor. Conviene recordar que en el curso de la Segunda Guerra Mundial se empleó por vez primera un número enorme de esos artefactos siniestros. Desde entonces se siguieron utilizando en diversos conflictos, con efectos atroces no solo entre los combatientes sino en la población civil.
Una vez concluida la confrontación bélica, las minas ocultas y dispersas por doquier para evitar el avance del enemigo se convierten en peligros potenciales: son como asesinos silenciosos que esperan el menor contacto físico para explotar y causar mutilaciones o la muerte de víctimas inocentes. Según datos de la ONU, hay en el mundo alrededor de 110 millones de minas. Y lo irónico del caso es que, según estimaciones técnicas, el costo de una mina es de USD 1, en tanto que encontrarla y destruirla demanda más de USD 1 000.
La referida iniciativa de la Asamblea General de la ONU culminó, en diciembre de 1997, con la suscripción de la Convención de Ottawa sobre esta materia. La mayoría de Estados de la comunidad internacional accedió a dicho instrumento multilateral y asumió el compromiso de no producir ni emplear minas antipersonales, apelando a la cooperación y asistencia internacionales para la destrucción de tales artefactos.
Pero el éxito ha sido muy relativo si se tiene en cuenta que grandes potencias como EE.UU., China y Rusia siguen produciéndolas. Sería deseable que ante esta realidad prevaleciera el principio del Derecho Internacional Humanitario que prohíbe el empleo, en conflictos armados, de armas, proyectiles y métodos de combate que causen daños superfluos o sufrimientos innecesarios entre civiles y combatientes. Hay en todo ello una indudable asimetría entre las consecuencias humanitarias y las ventajas militares.
Si bien se trata de un problema de dimensión planetaria, para ilustrarlo basta señalar los casos cercanos de Colombia, con su cruento conflicto interno de más de medio siglo, y del Ecuador, que desde hace 20 años enfrenta la tarea del desminado de la frontera con el Perú.