¿Se puede gobernar, se puede legislar sin instituciones y sin élites? ¿Se puede gobernar solamente desde la emotividad y desde los sondeos? ¿Se puede gobernar desde la opinión que prevalece en las redes? ¿Cabe aún la racionalidad en la política?
Cada vez que se inicia una época electoral y cuando los candidatos de todos los colores empiezan a hablar desde el púlpito, me surge la duda de si “la democracia inorgánica” tiene porvenir en el largo plazo. Y me pregunto si la economía, con sus rigores y racionalidades –inevitables como son- soportará indefinidamente formas de gobierno que la ignoran, y que suplantan los hechos con telenovelas al estilo de Venezuela. Y me pregunto si, en tales circunstancias, es posible una vida ajustada al Derecho.
Para bien o para mal, hoy, la medida de todas las cosas, no es la política; es la economía; es el bienestar medido en términos de satisfacción de necesidades concretas; es la seguridad; es la paz, no como retórica sino como bien tangible, como hecho cotidiano. La política es una herramienta al servicio de la gente, y no es la meta suprema, no puede ser la única lógica que desplace a la familia, a la cultura, a la educación, a los valores y hasta al entretenimiento.
Hay un grave malentendido respecto de la función de la política, convertida en realidad agobiante que desplaza a todas las demás, que satura los noticiarios, nos agobia desde las radios, invade los pocos foros que quedan, condiciona las conversaciones, divide a las familias, daña las reuniones, distancia a los amigos y suplanta el pensamiento crítico con la propaganda. Se salva el fútbol, último refugio de la autonomía personal.
La politización de la sociedad es vieja estrategia para lograr su dominación, porque, confundida con el “patriotismo”, transformada en deber de todos, repetida hasta el cansancio, la política hace de personas razonables, militantes obedientes, sujetos dogmáticos, alienados por las arengas, disueltos en los actos de masas.
O, produce seres indiferentes, cansados de la retórica, desencantados de promesas que nunca llevaron a nadie al cielo, porque de llevarnos al cielo se trata, si se atiende al último discurso de cualquier candidato o dirigente, o si se cede a la seducción de sus sonrisas, abrazos o consignas.
Entre la saturación y el desencanto, entre la propagada y la indiferencia, así vive la gente.
Esos extremos son malos para la democracia y el ejercicio de las libertades, y son inconvenientes para un sistema político que necesita instituciones, estructuras de racionalidad, sustentos de credibilidad que rebasen el perfil de los caudillos.
El equilibrio es condición necesaria para que florezca esa olvidada virtud que es el hilo argumental de la convivencia civilizada: la tolerancia.
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