Sentado en el pupitre de una escuela, a punto de votar, al tiempo que miro las fotografías de los infinitos candidatos, me digo si, de verdad, la democracia es este acto mínimo de elegir, desde la intimidad de cada cual, a quienes serán en adelante los dueños del destino nacional, a los que tendrán a cargo esa complicada tarea que es la autoridad. Me pregunto, antes de rayar la papeleta, si, en definitiva, la política se traduce en esto. Me pregunto si tras la propaganda y la campaña está el ejercicio de mi soberanía; si las sonrisas de los candidatos, las marchas y las banderas, concluyen en este evento. Me pregunto si la campaña, tan ruidosa y agobiante, y la enorme empresa de convencer a la gente, se compadece con el simple gesto de rayar un papel.
Creo que hay enorme distancia entre “mi” democracia, entendida como la confesión esperanzada que hago en el pupitre de una escuela, y esa otra democracia entendida como sistema de dominio, como poder, como fuerza y discurso. ¿Serán las mismas democracias, o habrá entre ellas distancias insalvables? ¿Tendrán algo que ver la mía, modesta y mínima, y la otra, la grandilocuente?
Valoro mi ciudadanía desde el pupitre de la escuela, que es el curul de mi poder, y pienso que la democracia es algo más importante, y más simple, que el alboroto, algo mejor que el discurso, algo más íntimo y valioso que la propaganda; sospecho que es un tema ético, un asunto que rebasa al poder y que tiene relación con la tolerancia, con la posibilidad de decir, de debatir, porque sin esos atributos, elegir sería simplemente imposible.
La elección es asunto de opinión, y la opinión prospera cuando hay discusión entre varias “verdades”. La democracia entendida así, es adversaria natural de los monopolios, de las visiones unilaterales, de los absolutos. La democracia es algo más sencillo, y debería ser algo más humano y superior a una opción para cualquier candidato. La democracia se concreta en ese acto ético, personalísimo, que es el voto. Esa es la teoría y es mi pensamiento.
Voto y me siento ciudadano. Además… el certificado es mi seguro, es la evidencia de mi vocación cívica, y lo que me permitirá hacer la gestión en el Municipio, tramitar el préstamo, matricular el carro. Lo que me permitirá vivir en sociedad. Y, mientras la señora de la esquina “emplastica” mi documento, entre el vocerío de vendedores, me asalta la duda -cruel duda- de si todo esto no tendrá que ver simplemente con la obtención de un papelito que hará cómoda la vida frente a la burocracia, de si “mi” democracia no será cuestión tan mínima, tan egoísta, tan simplona como esto de sentirme poderoso porque tengo la papeleta. ¿Será esto, finalmente, la democracia de tambores, festejos y propaganda? Me quedo con la duda que me mortifica y me acompaña.