Dos meses de ausencia me han privado del diálogo semanal con los amables lectores de EL COMERCIO, pero me han permitido refrescar amistades y recuerdos en Europa, en donde prevalece un ambiente de civilidad y cultura, a pesar de las divergencias políticas y los defectos universales de la naturaleza humana.
Ejemplos: allí, el peatón es el rey de calles y plazas, a cuyo paso se detienen, respetuosos y sonrientes, automóviles y camiones, abolido el agresivo reclamo de estentóreos e inútiles pitos; la sencilla solemnidad -o solemne sencillez- de la abdicación del Rey de España con su mensaje democrático en el que se destacaron la necesidad de fortalecer las instituciones de la nación, profundizar su espíritu unitario y respetar los derechos y libertades; y, por otro lado, las elecciones para el Parlamento europeo que pusieron de relieve las divisiones al interior de la Unión Europea y el peligroso avance de extremismos nacionalistas.
La renovada lectura de Shakespeare me hizo recordar la exclamación de Ricardo III quien, en la última de sus batallas, al caer su cabalgadura desde la que pretendía guiar a sus huestes a la victoria, exclamó “Mi reino por un caballo”. Algunos comentaristas dicen que el perverso monarca temía perder el reino por la muerte de su caballo, mientras otros ven en su lamento el intento desesperado de entregar todo -inclusive su corona- por un medio para salvarse. En nuestro Ecuador, en donde campean las ambiciones personales escondidas tras novedosas doctrinas políticas que se esgrimen para eternizar en el poder al gobernante, parecería que se quiere sacrificar todo para construir un reino. Se busca que el gobernante pueda reinar, reinar sin rivales, reinar sin obstáculos, reinar sin límites, reinar para siempre. Y esa entrega de alternancia, libertades, derechos y democracia a cambio de un reino es presentada como un acto de sacrificio personal en favor del pueblo. Se contradice la promesa de ayer para satisfacer la ambición de ahora y se invocan las exigencias de un “proyecto” en marcha que solo el líder conoce e interpreta. Pero como el alma de la nación se niega a entregar el poder de manera indefinida a nadie, se evita el pronunciamiento directo de la soberanía popular y se recurre al voto dócil de quienes, como asambleístas, han devenido simples escribanos de los edictos. Ricardo III estaba dispuesto a entregar todo para obtener un instrumento que consideraba indispensable para triunfar o huir de la derrota. Otros están dispuestos a entregar los derechos y libertades de un pueblo que necesita vivir bajo la égida de sólidas instituciones democráticas, para asegurar un Gobierno mesiánico, largo e ininterrumpido.
Para reinar -dicen estos últimos- bien vale la pena sacrificar la democracia, y concluyen: ¡“Mi caballo por un reino”!
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