En un país como el nuestro en el que unos cuantos leen y unos pocos escriben podría llegarse a la conclusión de que resulta irrelevante el derecho que me asiste a pensar y expresar mis opiniones. Tan irrelevante como que mis puntos de vista no podrían compadecerse con aquellas que produjeron la movilización de las mayorías o ser tan descabellados como para enfrentarse a quienes se consideran los dueños del país. Ello no obstante nada será más importante e imprescindible para mí que la conciencia tranquila cuando he tenido los arrestos para escribir mis artículos de opinión con la parte de la verdad que me asigno, y pese a quien pese. Durante los 30 años que escribo en EL COMERCIO a nadie se le ocurrió imponerme líneas editoriales o juzgar los contenidos de mis artículos antes de su publicación.
Que la libertad de expresión responde a la naturaleza humana es incuestionable. Cuando la corteza cerebral del hombre llegó a un extraordinario grado de desarrollo fue capaz de pensar y decidirse. Fue cuando comió el fruto del árbol del bien y del mal a tiempo que sus lóbulos frontales también se habían desarrollado y fue capaz de utilizar el lenguaje hablado para comunicarse con sus semejantes y expresarles sus sentimientos, pensamientos y decisiones. Se requirieron millones de años para que el hombre descubriera la escritura alfabética y tal conquista le significara la posibilidad real de transmitir sus ideas con fidelidad, en el presente y en el transcurso del tiempo. Es así como este decurso portentoso les llevó a los que escriben a neutralizar la finitud de la vida. Bibliotecas de los países cultos, en las que no se escatimaron tiempo, talento y recursos dan fe de ello.
Que unos hombres han tratado de imponerse a otros responde a la condición humana. Ha sido tal su ambición de poder y tal su deslumbramiento ante las utopías que no han dudado asignarse el papel de portaestandartes de verdades no discutibles, o algo parecido como la voluntad omnímoda de los déspotas. Disentir, una locura. Las víctimas de las retaliaciones los que expresaban su oposición y con su palabra o con sus escritos llegaban al prójimo, ya sea porque amaban la libertad como un bien supremo o simple y cínicamente porque defendían intereses que no se compadecían con el bien común.
De ahí que en los actuales momentos mi libertad de expresión la sienta amenazada. En la penalización de los delitos de opinión en la que se halla empeñado el presidente Correa veo un sesgo opuesto a la rectificación de las arbitrariedades históricas que suponía la revolución ciudadana. ¡Volver a lo mismo de siempre con actores de signo contrario! En la Cuba de Castro me hubieran enviado al paredón por librepensador. Verle al Presidente de mi país de discípulo de Castro y de Chávez sería para mí inaguantable.