Asediado por la crítica interna e internacional, el Presidente de Venezuela ha anunciado que devolverá a la Asamblea Legislativa, dentro de poco, los poderes que le fueron otorgados en diciembre para gobernar por decreto durante 18 meses.
En el Ecuador se encuentra en trámite una parecida “ley habilitante”, que será sometida, no a la Asamblea, sino a una consulta popular. Su objetivo es, según palabras del propio presidente Correa, permitirle “meter la mano” en la justicia, en “bien del pueblo”.
Nadie puede negar que la justicia ha venido funcionando mal en el Ecuador, desde hace muchos años. Los remedios parciales para corregir este mal han sido contraproducentes. Jueces sometidos a presiones del Gobierno, jueces destituidos ilegalmente, jueces ilegalmente nombrados: episodios de un drama para cuya solución no se ha buscado el ejercicio de la razón sino la defensa de intereses políticos. El ocaso de un Gobierno elegido por el pueblo comenzó cuando “metió la mano” en la Corte Suprema.
El objetivo declarado de las intervenciones del Ejecutivo en la justicia ha sido ofrecer al país una Corte y unos jueces confiables. Hubo quizás otros objetivos no declarados, menos plausibles. Pero la historia que es la expresión irrefutable de la razón -por eso es maestra de la vida- nos enseña que “el fin no justifica los medios”. Para propiciar una sana administración de justicia no cabe escoger cualquier procedimiento, menos aún si pudiera ser inconstitucional. Para ir hacia el imperio de la ley no cabe recorrer el camino de la ilegalidad. La democracia no se construye mediante procedimientos antidemocráticos.
Y nada es tan antidemocrático como pretender asumir todos los poderes para resolver los problemas. La Constitución y las leyes fijan el marco dentro del cual, venciendo dificultades y en un proceso que toma tiempo para rendir sus frutos, se va construyendo una sociedad de derechos y justicia, libre y democrática. Que el Ejecutivo quiera meter su mano en la justicia no puede dar otro resultado que deslegitimarla o subordinarla. Este intento de salvar al país mediante el ejercicio de la voluntad unipersonal del Presidente proyecta, además, la imagen de un líder omnisapiente y omnipotente. Recordemos una de sus frases de campaña: “Yo nunca me equivoco”. Y reflexionemos sobre la resbaladiza pendiente en la que nos estaríamos embarcando al pretender que, para resolver los problemas de la patria, basta con otorgar al Presidente nuevos y mayores poderes.
La historia nos recuerda dónde fueron a parar los regímenes autoritarios que incendiaron el Reichstag de la legalidad. Si los autores de la Constitución que ahora quieren reformar reconocen sus errores de Montecristi, ¿no deberían pensar que ahora también pueden estar equivocando la ruta?