Pocos eventos han tomado tan por sorpresa al mundo como la actual ola de manifestaciones en el Medio Oriente. Hace pocos meses todo esto hubiese parecido un futuro poco o nada probable. Pero, por otro lado, hay una constante cuya reaparición pudo ser prevista por todos quienes tengan un mínimo de formación en historia: el uso de la violencia por dictadores para salvaguardar su poder.
Gadafi, 42 años en el poder; Ali Abdullah Saleh, 33 años en el poder en Yemen; Mubarak estuvo eternizado 20 años en la presidencia de Egipto y la familia real de Baréin lleva desde 1783. ¡Que alce la mano quién creyó francamente que esos hombres iban a dejar la mamadera sin una pelea! Esas personas apenas conocen otra realidad distinta a la del poder, aprendieron a darlo por hecho en su vida cotidiana, se acostumbraron a que su voz esté cargada de autoridad y que su voluntad no tenga otros límites que los que ella mismo se imponga, ¿alguien, realmente esperó que sonrientes entreguen las coronas, los derechos y los millones?
Talvez pocos imaginaron que las revueltas llegarían ahora, pero estaba claro que algún día el pueblo pediría democracia y estaba aún más claro que la reacción de los gobernantes sería con los puños. El primer gran dilema de la comunidad internacional era si violar el principio de soberanía e intervenir en defensa de los derechos humanos. Sin embargo, desde hace décadas la comunidad internacional ha construido un amplio consenso a favor de la intervención. Consenso, que después de la debacle en Ruanda llegó a un punto sin retorno; y que se fue consolidado cuando los conflictos de Kosovo, Sierra Leona y Liberia demostraron que la intervención militar extranjera puede evitar catástrofes.
Por desgracia la superación de ese cuestionamiento llevó a desastres causados por entusiastas que se lo tomaron a la ligera – id est Bush e Iraq-. Aprendimos por las duras, que si bien se puede preservar derechos, tampoco es posible forzar el orden a golpes.
Ahora el dilema intervencionista ha evolucionado. No se permitirán más Ruandas pero tampoco se puede replicar un Iraq. Hemos constatado un histórico debate en donde la comunidad internacional estando consciente de la necesidad de actuar, ha buscado los medios para impedir que el avenir libio sea un designio impuesto por el mundo occidental. Ejemplo: el énfasis en respetar los procesos de las NN.UU. y la búsqueda de la participación de países árabes.
Pero nuestro Gobierno no ha participado en ese saludable debate; al contrario ha adoptado una postura adolescente de “si te metes con mis panas te metes conmigo”. Tras las declaraciones gubernamentales, el dilema intervencionista ha evolucionado para los ecuatorianos, ¿dónde meternos, de tanta verguenza?