¡Me pisó un carro!

Cuando me vio volver a la casa con el casco estropeado, una herida en el tobillo y huellas de llanta en el pantalón, la Paula pegó un salto: “¿Qué te pasó?”. Respondí con una sonrisa tímida que me había atropellado un carro. No, no me había pasado por encima, menos mal, solo me lanzó de cabeza contra el asfalto y las marcas eran de la llanta de la bicicleta. “¡Pudo haberte matado!”. Sí, claro, si aceleraba un poco más. O pudo, al menos, quebrarme la pantorrilla.

Recordamos la noche ya lejana cuando volvíamos tranquilamente a Quito y un salvaje que no alcanzó a rebasarnos porque asomaron los faros de otro vehículo, nos echó la camioneta encima y dimos una vuelta de campana. Nos salvamos gracias a los cinturones de seguridad, pero el auto quedó hecho papilla y el agresor no se molestó en parar.

Ahora era menos grave, aunque el patrón era el mismo: alguien viola la ley, causa un accidente y escapa. Como todos los fines de semana, fui a pedalear por la parte alta del barrio de La Floresta y al cruzar una intersección, yo tranquilo por la principal, un 4 x 4-esa plaga que se convirtió en emblema del consumo desenfrenado- en lugar de detenerse, invadió vía y me derribó. Quedé a centímetros de sus ruedas delanteras.

Sin saber todavía cuán golpeado estaba, me paré a reclamar al conductor, un cuarentón cualquiera que se aferraba al volante, empequeñecido. “Le juro que no le vi, le juro que no le vi”, repetía, como si estuviéramos en medio de un bosque nublado. Quizás estuvo hablando por el celular, o no quiso cederme el paso, porque bajo el sol de la mañana se veía hasta a una hormiga. Para no seguir interrumpiendo el tráfico, llevé la bicicleta a la vereda, movida que aprovechó para escapar raudamente. Pero donde hay tránsfugas hay también gente buena. Un señor que había observado mi aparatosa caída, estacionó a mi lado y me preguntó si quería que me llevara al hospital. No hacía falta, gracias.

Lo que sí hace falta es analizar por qué tanta gente irrespeta las leyes de Tránsito, se pasa los semáforos en rojo, estaciona en lugares prohibidos, no afloja el celular ni cede el paso a peatones y ciclistas. ¿Qué sueño de macho alfa, qué tipo de caudillo abusivo y prepotente se les despierta en el pecho apenas ponen las manos en el volante de un carrazo, e incluso de un carrito a plazos? Es claro que algunos proyectan sus frustraciones sociales y sexuales en ese aparato aerodinámico, poderoso, lujurioso, fálico. Imagen que la publicidad suele reforzar con modelos rubias seducidas por la visión irresistible del don nadie.

¿Y qué expresan ellas, las conductoras irresponsables? ¿Prestigio también, poder, desdén? Por asociación de ideas recordé el accidente protagonizado por la esposa de un fiscal; no de este, enredado en Panamá; de otro, que quiere ser presidente. Si las más altas autoridades juegan con la ley, ¿qué se puede esperar de un acomplejado al volante de un 4 x 4?

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