Acabo de ver la última película de ese director genial que es Lars vonTrier, un danés loco de la cabeza que ha hecho obras maestras y extrañas como ‘Dogville’, en la que un pueblo dibujado en el piso de un hangar humillaba a Nicole Kidman. Ahora, el tema de ‘Melancolía’ (premio del cine europeo 2011) es el fin del mundo, ni más ni menos, pero donde Hollywood hubiera mostrado rascacielos cayendo, maremotos, pánico colectivo y automóviles chocando, asistimos al desenlace de la aventura humana tan solo con la protagonista, su hermana, el cuñado y el niño, en una lujosa casa de campo. El estilo anti-Hollywood del danés rezuma sobriedad, limpieza, morosidad y ausencia de efectos espectaculares porque la procesión va por dentro de cada uno, acentuada por la música. Aunque los movimientos bruscos de la cámara al hombro molesten a ratos, se logra convertirnos en testigos íntimos de una historia que arranca, dos noches antes, con la boda frustrada de la protago-nista, Justine, encarnada soberbiamente por Kirsten Dunst (Palma de Oro en Cannes).
Muy a lo Buñuel, los rituales de la alta burguesía nórdica se van desmoronando ante el ataque de melancolía de la novia, que vacía de sentido la fiesta, el sexo y la existencia. Ella y los caballos presienten lo que se viene mientras su cuñado (Kiefer Sutherland) trae lentes para registrar un espectáculo que cree memorable: el paso del planeta Melancolía, que se aproxima a la Tierra. Aquí no hay posibilidad de escape, no se trata de que alguna arca de Noé interplanetaria sal-vará en el último minuto nuestra semilla bienaventurada. No. Von Trier nos adelanta que aquí se acaba todo. Los protagonistas lo saben finalmente; los espectadores también pero se resisten a creerlo. El asunto es cómo lo encaran ellos y qué conclusiones extraemos nosotros.
En la segunda parte la sencillez del guión da pie al lucimiento de las actrices que interpretan a las dos hermanas, Justine y Claire (Charlotte Gainsbourg). Otra vez el cine se despoja de tanta paja tecnológica y vuelve a su esencia: dirección, actuación sutil, fotografía sin trampas. Enhorabuena, la melancólica Justine, el niño y los caballos asumen su destino, que es el nuestro, con dignidad y calma.
Tras la colisión, cuando la pantalla va a negro, queda la sensación de que aquí no ha pasado nada: la epopeya humana fue solo un parpadeo en el reloj de las estrellas. Al perder su gran referente, todos nuestros amores y temores pasados y futuros, las cosas, los dioses, el tiempo y la historia desaparecen. Y en lugar de seguir depredando el planeta a pasos agigantados, ante la amenaza de catástrofes sucesivas, no faltará quien sienta alivio de que se acabe todo de un golpe, sin culpas ni nostalgia posible.