De quién me fío

A estas alturas resulta superfluo decir que creo profundamente en las promesas de Jesucristo y en la revelación cristiana, pero no solo desde la fe sino también desde la razón. Es muy difícil para mí aceptar un proyecto humano que simplemente termine en la tumba, es decir, en el olvido. Antonio Gala, poeta de la palabra y del escepticismo, hablaba de la “soledad sonora”... Algo así siento yo cuando me meto por los vericuetos del dolor y de la muerte, cuando experimento la quiebra de los sueños propios y ajenos. Solo ante Dios solo, todavía logro escuchar el latido de su presencia. Si Dios significa algo es porque hay vida después de la muerte. Alguien capaz de recoger nuestros despojos.

Lo cierto es que si no necesitamos a Dios, necesitaremos un buen líder, terapeuta o psiquiatra, alguien capaz de orientarnos en medio de la selva de nuestras ansiedades y de nuestros temores. ¡Es curioso que los grandes parlantes del agnosticismo no paran de hablar de Dios y son tan sensibles a la voz de los profetas! Muchas de las personas con las que he caminado y han colaborado en mis proyectos y aventuras han sido declarados neutrales en los temas de la fe, pero siempre anhelantes ante cualquier pequeña luz al final del túnel... Pienso que su perplejidad y su búsqueda respondía a la dificultad de aceptar un proyecto plano de vida en el que, al final, todo termina en la muerte. Siendo joven estudiante de filosofía me tocó hacer una investigación sobre Don Miguel de Unamuno y su sentimiento trágico de la vida. Siempre recordaré la emoción que supuso para mí navegar entre la pasión y la ra-zón de un hombre demasiado honesto como para cegar los pozos de una sabiduría humana iluminada por la presencia misteriosa de Dios.

Y, sin embargo, la fe y la razón no necesariamente colman las inquietudes, las preguntas, las sospechas... Hay que aceptar un margen de lucha apasionada, propia de la condición humana, y de lúcido abandono en las manos de Dios. No hace muchos meses una periodista inteligente y sensible me preguntaba si yo le tenía miedo a la muerte. Les transcribo la respuesta al pie de la letra: “Yo le tengo miedo al dolor, a la decadencia, a la fase terminal. A la muerte no le tengo tanto miedo. La muerte pasa pronto y, al final, yo vivo con la esperanza no solo ilusionada, sino iluminada de que realmente descansaré en las manos y en el corazón de mi Señor. Tengo muchas ganas de ver su rostro y de sentirme amado y salvado para siempre. No, a la muerte no le tengo miedo, sino a lo que la antecede, porque pienso que no soy tan fuerte, tan conformista o tan lúcido como para aceptar el deterioro humano”.

La fe me pide confiar. Pero no solo la fe, también la razón me dicta la necesidad de una actitud confiada, más allá de los cuidados paliativos o del control del dolor. Yo no solo quiero morir en paz. Quiero que la paz sostenga mi alma para siempre. No puedo despejar todas las dudas, pero sé de Quién me he fiado.

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