En John Mayall (cerca de Manchester, 1933) convergen las cenagosas y ardorosas aguas del Mississippi en coalición con las corrientes del más frío y flemático Támesis (en sus trescientos y pico de kilómetros, Gloucestershire, Eton y Oxford en el camino). Confluyen también los sonidos negros de Beale Street en Memphis, de Maxwell Street en Chicago, con las multitudes y los bullicios de Piccadilly Circus a las seis de la tarde y con los estrepitosos pasos de los transeúntes de Oxford Street, en una ciudad que hace medio siglo se creía el centro del universo y la columna vertebral de un imperio que se desmoronaba. Es que John Mayall recibió al viejo blues del delta en pleno Londres de los años sesenta y le dio carta de naturalización inglesa. Y el mismo Mayall, tras ese inesperado acogimiento, se convirtió en el núcleo de buena parte de la escena musical británica en su época de oro: de su patrocinio y ojo de cazatalentos se fraguaron la primera y mejor versión de Fleetwood Mac, los Rolling Stones en plenitud de facultades, Eric Clapton convertido temporalmente en dios y una pléyade de músicos de élite. Pionero y visionario. Líder y aglutinador. Profesor y proselitista del blues. Mayall blue.
Apenas la lista de sus copilotos en guitarra eléctrica, por ejemplo, es una especie de enciclopedia de la música contemporánea: un ambicioso Eric Clapton (que había dejado a los Yardbirds de Jeff Beck y Jimmy Page), un hipnótico Peter Green (antes de que su mente cediera a la esquizofrenia y cuando B.B King ponderó su tono y su capacidad de generar piel de gallina en forma de seis cuerdas), un agudo Mick Taylor (antes de que los Stones grabaran el inolvidable e insuperable “Exile on Main Street”) o, más recientemente, Coco Montoya o Walter Trout. Y como si sus sucesivas bandas no fueran catalizador suficiente, Mayall en sí mismo era un músico de rechupete: ejercía ánimo de señor y dueño sobre la guitarra, el piano y el bajo, además de que fue -sigue siendo, a sus casi ochenta tacos- señor indiscutible de la armónica. A los incrédulos los invito a escuchar la versión en vivo de “Room to move”… Pero -de vuelta al argumento original- la principal virtud de Mayall es haber europeizado el blues, el haberle dado el toque urbano y sajón que necesitaba para convertirse en un fenómeno de masas. Así, luego de haber dejado una carrera en el diseño gráfico, partió a Londres y sirvió como músico para monstruos de la escultura de Sonny Boy Williamson, John Lee Hooker o T-Bone Walker, cuando se animaron a cambiar las calles y los teatros de Chicago o de Detroit por los pubs ingleses. Él se tiño de negro y sus colegas estadounidenses se pusieron corbata. Así John Mayall, sirvió como acueducto transatlántico entre las tradiciones del blues más recóndito de las plantaciones algodoneras, los buses de dos pisos, Carnaby Street y las grandes audiencias .