En este siguiente artículo de la serie que vengo publicando sobre la intolerancia, presento una exploración de sus orígenes.
En la raíz de la molestia, el rechazo, el desprecio y el odio frente a “lo diferente”, que en conjunto configuran la intolerancia, está una de las realidades más profundas de nuestra existencia: nuestra constante necesidad, frente a nuestra casi siempre gigantesca inseguridad, de buscar nuevas fuentes de seguridad y de reforzar aquellas con las que ya contamos. Nos sentimos inseguros ante la única realidad absoluta de la cual somos conscientes: algún día moriremos; ante la ausencia de garantías de que podremos satisfacer nuestras necesidades; ante el temor de no ser amados; ante los conflictos con otros, que fácilmente escalan; ante la voluntad de otros de agredir y lastimarnos, aun si no están en conflicto con nosotros; ante las enfermedades, las fuerzas brutales de la naturaleza, y nuestras propias debilidades y deficiencias.
La primera defensa frente a nuestras inseguridades yace en todo lo que nos es conocido y familiar –padres, parientes, amigos, vecinos, las creencias y rutinas, los hábitos y lugares que compartimos con ellos. Nos brindan un nivel de seguridad que contrasta claramente con la incertidumbre que sentimos frente a lo nuevo y desconocido. De esa esencial diferencia –lo conocido, familiar y propio vs. lo desconocido y ajeno- deriva la entendible actitud negativa frente a “lo diferente”. Y deriva también el común miedo al cambio, que nos puede llevar a la idea lógicamente indefendible de que “es preferible malo conocido a bueno por conocer”.
Esa inicial actitud negativa frente a “lo diferente” es aumentada en primera instancia por la larga experiencia acumulada, tanto de nuestra especie como de cada uno de nosotros, con hechos de crueldad, conquista e imposición y con el establecimiento de relaciones no de respetuosa interacción entre quienes son diferentes sino de dominio-sumisión y de doloroso abuso. Muchos –cada vez más de nosotros- conocemos algo de la historia humana o, como mínimo, de la de nuestro propio pueblo. También conocemos algo de eventos que ocurren, día a día, alrededor del mundo. Y tenemos, además, nuestras propias historias de imposiciones y dolores de diverso tipo. El cúmulo de esas experiencias propias y ajenas tiende a reforzar y hasta a exacerbar, en mayor o menor grado según su severidad, la entendible resistencia inicial a “lo diferente”.
En el extremo, ese reforzamiento genera odio mortal, como el de un niño albano-kosovar de nueve años que había visto a tropas serbias cometer atrocidades horrendas contra toda su familia. A la pregunta “¿qué quieres hacer cuando seas grande?”, respondió: “Matar serbios”.