En tiempos de verde revolución, la consigna es matar al mensajero. Siempre resulta más fácil hacerlo, que lidiar con el peso potencialmente explosivo de lo que el mensajero trae entre manos. Antes que refutar hay que denigrar, ese es el lema.
La reacción del infalible Gobierno es instantánea frente a quienes le señalan sus faltas. A todos los portadores de críticas ha habido que dedicarles ominosas cadenas que construyan la imagen de que son ilegítimos portavoces del mensaje que llevan. No importa lo que digan, la instrucción revolucionaria es desacreditar en lugar de argumentar y para ello usar cualquier resquicio posible: sus amistades, quién paga su sueldo, qué países visitan, quién los financia, quiénes son sus amigos, o no haber ganado ninguna elección. Según la versión oficial, no existe actor alguno, en lo político, social o empresarial ni interno ni externo, que tenga la talla moral para observarlo.
Así sucede con la CIDH. A este ente hay que deslegitimarlo. La crítica retrógrada y reaccionaria del Gobierno ante la CIDH es exacta a la que antes esgrimieron los regímenes autoritarios y dictatoriales de la región. Ante la incomodidad por su criterio, un argumento infantil: como no me gusta que me muestren mis errores, creo mi propio club de amigos en donde todos mis atropellos y exabruptos sean festejados. El equivalente a transformar un muy deformado espíritu de cuerpo en política de estado.
Pero bajo un estándar muy frágil. Habría que preguntarle al Presidente por ejemplo si es que considera que la CIDH tenía potestad o fuero alguno para investigar las escuchas ilegales realizadas por Álvaro Uribe cuando estaba en funciones, y que incluyó a un variopinto grupo de líderes políticos y sociales. Así mismo, valdría la pena que comente si es que la misma Comisión – que por lo demás, para conocimiento del régimen, es un ente autónomo de la OEA – tenía algo que decir sobre los atropellos a los derechos humanos perpetrados por Alberto Fujimori, por Augusto Pinochet, o por las dictaduras militares en Argentina.
¿En esos casos, también respondía la CIDH ante los intereses de EE.UU.? ¿intervenía en la soberanía colombiana, peruana, chilena, argentina? ¿Tenían esos países que haber creado, ya desde entonces, el organismo paralelo que sacramente sus prácticas?
Seguramente si la CIDH tuviera un sesgo hacia los gobiernos de derecha y dejara de lado a los impolutos supuestamente progresistas, sería celebrada. Pero internacionalmente no se mira bien eso de tratar de desacreditar al organismo conquista en materia de derechos humanos en el siglo XX. Matar al mensajero, en este caso, deja afuera del país la marca, ahora ya a lo interno, vieja y gastada del correísmo, de mancillar en lugar de rebatir con altura.