Declaro públicamente mi adherencia al proyecto de dejar bajo tierra al petróleo en el Yasuní. Miles de personas hemos firmado en apoyo a la consulta. No importa qué artimañas usen para invalidarlas. Sin embargo, mis reflexiones en este artículo pretenden ir más allá del problema puntual de explotación de recursos en la zona de mayor biodiversidad del hemisferio occidental, de ser el hábitat de pueblos no contactados y de haberse convertido en el bastión de lucha de la izquierda ecologista unida. El Yasuní es un poderoso símbolo de la urgencia que supone el proceso de transformación de paradigmas éticos de la vida humana en el planeta.
La idea -sugieren algunos yasunidos- es crear una nueva civilización, asfixiar al rampante sistema capitalista y buscar nuevas formas de vida sustentable en términos éticos y productivos. Propuestas de Decrecimiento, de Felicidad Austera, de Vida en Armonía, como las tildan muchos y muy diversos grupos contestatarios. Pero claro, esto suena simple e inofensivo. Más, si ejercitadas con seriedad y compromiso, suponen peligrosas amenazas para quienes quieren continuar enriqueciéndose “ilícitamente” a costa de lo que sea, a costa del destrozo de nuestro propio hábitat.
Es que las acciones comprometidas deben marchar por doble vía, desde aquellas concertadas por los Estados y el aparato estatal hasta las prácticas diarias individuales. Caso contrario, simple y llanamente no funcionaría transformación alguna. Romper el antropocentrismo triunfalmente enarbolado en la época renacentista hace más de 500 años, es un reto exorbitante pero posible.
Defender a los pueblos no contactados de la barbarie capitalista es defendernos todos. Defender estos pueblos supone recuperar o reelaborar nuevos principios desde, por ejemplo el ancestralismo, sin pretender volver a él. Los yasunidos, los indignados y otros tantos grupos no violentos de cuño similar solo buscan una oportunidad para soñar una nueva forma de habitar la Tierra, sin claudicar al horror de la desesperanza y el miedo y quedarse/nos con los brazos cruzados siendo testigos del naufragio.
En medio de tanto ruido, Sr. Presidente, ¿será usted capaz de volver a sus propios orígenes políticos y escucharnos? Hablo con algunos yasunidos, veo sus ojos llenos de ilusión y, acto seguido, derrotados ante el poder que usted ostenta y que irónicamente “nos representa a todos”.
En otros, los veo llenos de rabia e indefensos. ¿Ante quién acudir para que no seamos trampeados? ¿Cómo un hombre laureado por importantes universidades, que se siente un académico, no es capaz de recapacitar dignamente y aceptar que erró? ¿No es este el principio elemental de la academia, reconocer la falibilidad y redireccionar lo aseverado con el fin de acercarse a ésta u otra verdad digna?