500 años de Lutero y la Reforma

El mundo germánico se apresta a festejar los 500 años de la Reforma protestante iniciada por Martín Lutero el 31 de octubre de 1517. Ese día, Lutero (1483-1546), un ignoto fraile agustino, “clavó” en las puertas de la iglesia de Wittenberg varios folios en los que exponía sus 95 tesis o razones teológicas con las que se oponía a la venta de indulgencias propugnada por el papa y con las cuales los cristianos podían comprar el perdón de los pecados. Un acto tan pequeño como este, llegó a tener consecuencias perdurables, tanto que dividió la cristiandad europea, encendió guerras sangrientas que perduraron por un siglo, cambió la historia del mundo. En opinión de Thomas Mann tal hecho dio inicio a la era moderna.

El gesto rebelde del agustino estimuló la discordia entre la jerarquía eclesiástica que condenó al hereje y los príncipes alemanes que lo ampararon.

Por encima de las razones teológicas, afloraron los intereses políticos y algo más, se azuzó el ancestral desafecto que el teutón siempre tuvo por Roma, por todo aquello que encarnaba el espíritu latino.

A inicios del siglo XVI y con el Renacimiento, la reforma interna de la Iglesia se había convertido en una clamorosa necesidad. Toda la jerarquía eclesiástica y sus instituciones habían caído en el más pestífero pozo de corrupción. Pontífices de esa época tales como Alejandro VI, Julio II, Paulo III fueron los más grandes potentados del mundo. Codiciosos de esplendor y poder político, todo lo tuvieron: lujo, ejércitos, el arte de Michelángelo, mujeres, hijos, vicios, muchos vicios. Uno murió envenenado (con la misma pócima que preparó para sus invitados), otro murió de sífilis. La reforma debió surgir de la curia romana, pero no fue así; llegó desde la periferia de la cristiandad: de la mente obcecada de un oscuro monje alemán.

No son pocos quienes hoy consideran a Lutero uno de los grandes teólogos del cristianismo, un hombre con una vivencia religiosa comparable a la de San Agustín. Al igual que el obispo de Hipona, Lutero se plantea aquellas preguntas que inquietan a toda alma creyente: la fe, la gracia y la libertad humana, con la diferencia de que él las vive con la angustia del hombre moderno. Desafió a la Iglesia al traducir la Biblia a la lengua alemana. Tal fue su inmenso regalo a las letras germanas. Puso el texto sagrado en manos del pueblo. Que cada quien interprete el mensaje divino sin intermediarios ni hermeneutas oficiales. Frente al gran enigma de la salvación, Lutero sostiene que solo la fe, fortalecida por los méritos de Cristo, podrá salvarnos. La libertad humana está “encadenada” (“De servo arbitrio”); el hombre tiene poco para elegir frente a un destino predeterminado por Dios. De todo esto, Lutero deduce “que el cristiano no vive en sí mismo, sino en Cristo y el prójimo; en Cristo por la fe, en el prójimo por el amor”.

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