En los comienzos de la década del 60, cuando yo había terminado ya el primer año de mi aventura filosófica, la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central estaba dirigida por el doctor Luis Verdesoto Salgado, bajo cuya inspiración cobraron especial relieve los cursos de verano que él organizó batallando contra las permanentes limitaciones presupuestarias de esa casa de estudios. Nunca sabré cómo se logró financiar esos cursos; el hecho es que su solo anuncio provocaba una avalancha de interesados que hacían esfuerzos inauditos para lograr sus inscripciones, manejándose en los estrechos corredores de aquella casa que tenía el prestigio de haber sido la residencia presidencial de Eloy Alfaro.
No recuerdo en cuántos cursos nos inscribimos Ulises Estrella y yo; lo que recuerdo es que asistimos juntos puntualmente a un curso que dictó Jorge Enrique Adoum sobre la poesía ecuatoriana, a otro sobre historia de los Estados Unidos, con un profesor gringo cuyo nombre no recuerdo, y a otro, que Ulises abandonó inmediatamente, sobre filosofía de la ciencia. Yo lo continué heroicamente hasta el final, aunque solo entendía la mitad, porque era un curso que requería un buen conocimiento de la alta matemática. Como yo había pasado difícilmente el cálculo mental, navegaba en esas clases como el Ulises homérico en las aguas de Creta y de Sicilia, pero lo hacía porque estaba fascinado por la personalidad del profesor. Se llamaba Mario Bunge, era argentino, había sido perseguido por Perón, y enseñaba en alguna universidad de los EE.UU. Años después, cuando conocí a Hernán Malo, evoqué inmediatamente a Mario Bunge, porque los dos tenían un extraño parecido: ambos menudos, con el cabello peinado hacia un costado y ext
endiéndose en una onda pronunciada sobre la ceja derecha, y sobre todo vivaces, dispuestos a la broma y al lenguaje sencillo, pese a la profundidad de su diverso pensamiento.
Porque Mario Bunge no era precisamente un pensador creyente. Su pecado, muy grave por cierto, era un absoluto apego a la razón y una convicción inquebrantable en la lógica. No en cualquier lógica, desde luego: en su patria había roto lanzas contra Francisco Romero, que pontificó por mucho tiempo con su lógica fenomenológica, mientras Bunge había levantado las banderas del positivismo lógico. Físico, matemático y epistemólogo, fue inevitable que dejara una honda huella.
Y ahora, inesperadamente, me he acordado de él, porque me ha llegado la noticia de su muerte, poco después de haber cumplido cien años. Las agencias de prensa y algunos periódicos recuerdan sus numerosos libros, sus premios, sus doctorados honoríficos. Yo recuerdo sus lejanas clases en mi vieja Facultad, pero no para refrescar su explicación sobre las leyes del conocimiento científico, sino su enseñanza principal: el conocimiento solo tiene valor y encuentra sentido cuando está orientado hacia el bien.
ftinajero@elcomercio.org