Hay hechos en la vida que demuestran maldad. Aquellos actos sacan a relucir lo más ruin del ser humano. Los peores instintos de quienes dicen ser superiores a ciertos cuadrúpedos. Cuando un hecho extremo sucede, uno se pregunta cómo es posible que se haya llegado a límites extremos. Esa clase de conductas son infames, denigran a la especie humana, como por ejemplo, violar, secuestrar y matar a las víctimas, disparar a mansalva a estudiantes en colegios o universidades.
Acaso, ¿no son estos actos signos de la decadencia de una especie de animales? Todas las conductas referidas son salvajes, no sé cuántas más se me olvidan. Pero cuando el objetivo es atacar a personas que hacen deporte, que practican algún tipo de ejercicio para mantener el cuerpo y el espíritu sanos, demuestra, aún más, la cobardía de gente que tiene dañada el alma. Parecería que el fanatismo les hace perder los más elementales cánones que demanda vivir en comunidad y en paz. El odio hacia los congéneres expresado con acciones demenciales, ¡inimaginable hace unos años! Lo ocurrido en una de las carreras más emblemáticas del mundo y, en especial, de los Estados Unidos, la Maratón de Boston, en donde los participantes deben calificar para poder intervenir, demuestra la deformación de una mente cuyo objetivo es destruir. Este golpe fue preparado maquiavélicamente, pensando en el mal que causaría, puesto que los artefactos explosivos los instalaron a pocos metros de la llegada, es decir, cuando los deportistas, extenuados, están por concluir una competencia de 42 kilómetros 195 metros. Las bombas caseras las ubicaron en la llegada, donde se acomodan los parientes y amigos de los maratonistas, para dar el último aliento a los deportistas antes de cruzar la meta.
Me afectó este hecho, como todo ataque en que el caos y la destrucción son los objetivos. En el que ronda el odio y se mata, cobardemente, a seres humanos inocentes, ajenos al mal. En el que el dolor llega a gente sana que compite contra sí mismo, para vencerse. En el que la meta es llegar, superando las limitaciones propias de pruebas exigentes, duras. En el que los participantes no son adversarios, sino compañeros por unas cuantas horas, en una carrera en la que todos se ayudan y se es solidario. Me dolió porque lo sucedido en la Maratón de Boston es un ataque vil, cobarde, infame, en un momento en que se vivía todo lo contrario de lo que lograron quienes instalaron los explosivos. El deporte es compañerismo, alegría, entendimiento, diversión y, sobre todo, un canto a la vida. Enseña a compartir y ser generoso. Se aprende a ganar, perder y, fundamentalmente, a superarse .
La próxima maratón la correré vestido de negro, pero con más fuerza para demostrar que los cobardes y los fanáticos no tienen cabida, ni se les tiene miedo.