La pretensión siempre demostrada por los totalitarismos de copar hasta el más mínimo espacio de la vida social, política, institucional y cultural de los pueblos culmina convirtiéndose en un rotundo fracaso. No existe experiencia en el orbe que demuestre que esos experimentos hayan tenido éxito. Más tarde o más temprano esas intenciones se derrumban, muchas veces convirtiendo a sus países en verdaderos terrenos asolados.
Basta ver lo que ha sido la primavera árabe para algunos Estados que soportaron a tiranos por décadas, ninguno de los cuales habría considerado siquiera como opción que en un tiempo tan corto podrían haber sido expulsados del poder, como en efecto sucedió, para al menos dos de ellos terminar escondidos en refugios improvisados que no les permitieron esquivar la furia popular. El uso del poder, mientras lo controlan, los obnubila y no les permite considerar en forma objetiva que sus víctimas, la serie de personas agredidas, perseguidas, humilladas de cualquier forma, levantan simpatías populares. El resto de seres humanos, aunque sea de manera silenciosa, se solidariza con los que consideran han sido maltratados injustamente. Aquello termina dando origen a verdaderas oleadas de insatisfacción que vuelcan cualquier intención de mantenerse indefinidamente a través del tiempo, con lo que los autores de esos desatinos se ven en la necesidad de preparar maletas para volverse a sus casas, para retomar a su vida cotidiana, lejos del adulo y la parafernalia, lo que les causa verdadero terror.
A la final, el desarrollo de los acontecimientos dista mucho de lo que pretenden determinar a su antojo. Los que se creen dueños de la historia o consideran que los hechos puedan someterse al capricho de su voluntad. Basta regresar a ver los tres experimentos totalitarios más grandes del siglo XX. La locura del fascismo destruyó a Europa entera, millones de vidas se perdieron y a los países involucrados les tomó algunas décadas de enormes esfuerzos para volver a recuperar su potencial y dejar atrás la pesadilla de la guerra.
El imperio soviético, que duró más años, se desintegró en un abrir y cerrar de ojos para poner en evidencia que su existencia se debía más al temor de una conflagración mundial y al férreo control de las libertades, que a la consideración de los pueblos que lo integraban que el modelo impuesto funcionaba. En cuanto tuvieron la oportunidad de deshacerse del yugo impuesto lo quedó del llamado imperio unvago recuerdo. Por último, el gigante asiático fruto de las guerras de los años treinta, culmina convertido en un híbrido que le ha permitido detentar un poder y expansión inusitados a través de la implementación de reformas de corte capitalista aún cuando en lo político continúen los controles férreos.
Nada es inmutable. Eso es lo que inyecta esperanza, ver cómo se desarman esos experimentos fallidos que han querido permanecer en el tiempo controlándolo todo, eliminando libertades. Su tiempo se les agota aún a renuencia de los que desean forjar la historia a su antojo.