La semana pasada, cuando criticaba al sistema político de EE.UU. que no mueve un dedo para controlar la venta de armas, veía solamente la paja en el ojo ajeno sin reparar que ese fenómeno es minúsculo comparado con la sistemática matanza de gente humilde en las carreteras de nuestro país. Homicidios culposos, según los fiscales, perpetrados por esos choferes de buses cuya irresponsabilidad e impericia, sumadas al machismo, el cansancio y la falta de control de las unidades y de las licencias, los vuelven más peligrosos que un psicópata gringo con un rifle de asalto.
El accidente de esta semana, que aconteció en el tramo de Cascol a Jipijapa, no sorprendió a nadie, y menos que a nadie a este servidor que estuvo a punto de marcar calavera allí mismo hace unos 20 años. Cualquiera ciudadano de a pie que sube a un bus interprovincial sabe que se está jugando la vida; sin embargo, obligado por la necesidad, había tomado un bus de Guayaquil a Manta. Iba en el primer asiento, justo detrás del chofer de un pullman de amplios parabrisas, de modo que sentía en la piel el peligro del asfalto pues el desalmado conducía a excesiva velocidad por las rectas, asunto que se volvió de vida o muerte cuando empezaron las curvas de Cascol. Ni en un Porsche habría conducido yo de esa manera.
Mirando la cara de terror de los pasajeros, le pedí dos veces que fuera más despacio; a la tercera, cuando casi desbarrancamos, le di un manotazo en la cabeza. Desconcertado por la novedad de que alguien le parara el carro, el tipo aminoró un rato la marcha. Luego cuchicheó con el oficial, quien me miraba de reojo, y volvió a acelerar. Ahora quería provocarme: un macho manabita no se iba a quedar sin responder. “Pare que me bajo” dije y no tuvo más remedio que dejarme al borde de unos matorrales y partir raudo a alcanzar a los pasajeros que se agolpaban en el cruce siguiente.
En otra ocasión subimos en el Vitara de la Paula desde la playa hasta el borde de la carretera que va a Jama, por la que venía a gran velocidad un bus de pasajeros de color verde. El chofer perdió el control y embistió a la pared de bloque que hacía esquina con el camino donde estábamos nosotros; si apuntaba unos metros más adelante nos pegaba de lleno y no contábamos el cuento. Mientras los heridos salían ensangrentados y entre lamentos vi cómo el chofer, de unos 35 años, camisa blanca manga corta, sin heridas visibles, abandonaba al trotecito el lugar del crimen y se trepaba en la primera camioneta que pasó.
¿A dónde quiero llegar? A que esa forma de manejar, de evadir controles y huir de sus responsabilidades es producto de una cultura del abuso y la prepotencia que se manifiesta a todo nivel. Manejamos como vivimos. Por ello, es lógico deducir que esos tipos conducen sus buses con la misma audacia sin escrúpulos con la que Capaya manejó la refinería, Espinosa quebró el Seguro Social y Correa, Rivera y De la Torre botaron jodiendo la economía.
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