Pablo Cuvi
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Escribo esto frente al mar. Poco después de la Guerra del Cenepa, cuando tomaba las últimas fotos para mi libro de viajes por la Costa, fui a dar al muelle de Manta que bullía con las actividades pesqueras. Era una tarde soleada como esta y mientras retrataba a los atuneros cruzó por delante un bote de goma con marinos que se dirigían al barco de guerra anclado frente al puerto. Entonces se acercó un tipo armado a preguntarme quién era y qué estaba tomando. Le expliqué lo del libro y añadí que me había criado en esa loma del barrio Córdova que se ve al fondo y había jugado pelota en la playa de El Murciélago antes de que él naciera. Humm. Informó por radio que llevaba al sospechoso a la Capitanía del Puerto. Me asusté, claro: ¡espía peruano, lo que me faltaba! Hechas las averiguaciones me dejaron ir, pero se quedaron con los rollos para revelarlos.
Al día siguiente me topé en San Vicente con el cineasta Mathias Spatz que venía a filmar en su ultralight aparcado en Los Perales, donde se hallaban también unos aviones de combate de la FAE. Primero, Matheus, el novel piloto, me hizo sobrevolar el área, de modo que logré buenas imágenes de Bahía y de las camaroneras vecinas a la pista. Luego se embarcó el capitán de la FAE para dar una vuelta pero cuando el llamado ‘avioncito de La Televisión’ sobrepasaba la colina empezó a descender inexplicablemente, perdiéndose de vista. “¡Se cayó el capitán!”, gritaron los hombres de la base y salieron en tropel motorizado hacia al pueblo. Yo iba detrás, aterrado de que le pasara algo al capitán y nos metiéramos en otro lío.
¿Qué había sucedido? Pues que se apagó el motorcito pero Matheus planeó hábilmente hasta la playa, donde no había gente ese rato. Allí mismo cambió las bujías y la hélice empezó a girar. Muy dignamente el avezado capitán de los Kafires volvió a sentarse en ese avión de trapo con parches de esparadrapo y retornaron volando hasta la pista de Los Perales.
Me uní a la troupe: mientras ellos filmaban desde el aire, yo los seguía rumbo al norte en el Vitara que lucía el nombre de La Televisión. “¡Maritza, Maritza!” coreaban los niños cuando entraba a algún poblado y se arremolinaban junto a la puerta, pero al verme asomar su desencanto era total. ¿Qué tiene la Maritza que no tenga yo?, le preguntaba al retrovisor.
En fin, que así llegué hasta la playa de Jama solo para ver otro tumulto de curiosos en la orilla. ¿Y ahora qué diablos pasaba? Pues que al cobrar velocidad para el despegue, la rueda delantera había chocado con una piedra oculta en la arena y el ultralight se clavó de pico en el borde del agua. Mientras Mathias deambulaba con la cámara mojada, el impávido Matheus sonreía como si un accidente por día le sentara perfecto al bronceado.
Los pescadores ayudaron a recuperar el maltrecho aparato que remolcamos a Quito como un pájaro muerto. Volvíamos quejumbrosos, pero mirando a la distancia creo que la sacamos barata.