Nuevamente, la Cancillería y la droga han aparecido juntas en la noticia. Todo pronunciamiento sobre un hecho tan grave y delicado no puede hacerse bajo el impulso de la sorpresa, la indignación o la sospecha. Hay que esperar que se ofrezcan al país, con transparencia y objetividad, los resultados de la investigación que ya se ha iniciado.
Sin embargo, algunas reflexiones se imponen. La primera, la elemental, la más obvia, consiste en reconocer y constatar el enorme poder de la droga. Su comercio ilícito maneja tales cantidades de dinero corrupto y corruptor que prácticamente todas las instituciones pueden caer víctimas de sus tenebrosos tentáculos; no hay que asombrarse, pero sí preocuparse, que las más representativas de la soberanía nacional y de la dignidad pública hayan llegado a ser vulnerables frente a la influencia criminal de la droga.
He aquí una de las razones que convocan a la comunidad internacional a cooperar solidariamente en la lucha contra este flagelo. Con tal fin se han firmado convenios y acuerdos. Si no se reconoce el poder de la droga y se unen los esfuerzos internos y externos para vencerla, no se podrá salir victorioso en esta contienda.
La Cancillería sufrió el embate de la droga en enero del año pasado. El delito, identificado con el lamentable nombre de “narcovalija”, asombró y avergonzó al país, que exigió una investigación inmisericorde. En alguna medida, la narcovalija se hizo posible porque la Cancillería, alejándose del cumplimiento de sus obligaciones según la Convención de Viena, inventó una “valija diplomática” en la que se podían transportar muchas cosas distintas a la “correspondencia oficial”. Con esos antecedentes, debieron tomarse todas las medidas para evitar que se repitieran situaciones similares.
No parece que así hubiera ocurrido cuando vemos que en una nueva valija se quisieron enviar más de dos decenas de voluminosos bultos portadores de estatuas de Eloy Alfaro, que fácilmente podían ser utilizados como vehículos para ocultar la nefasta mercancía. No es suficiente perfeccionar los controles, que en esta ocasión sí lograron detectar la droga. Lo obvio hubiese sido que, con la experiencia de enero de 2012, se apliquen con severidad extrema las normas de la Convención de Viena y se reserve la valija para aquellos documentos que, con el ánimo más restrictivo posible, pudieran inequívocamente ser considerados correspondencia oficial. ¿No lo dictaba así la más elemental prudencia? Pretender explicar este penoso hecho con la teoría del complot -real o ficticio- contra el Gobierno no es sino una nueva manifestación de la incapacidad de admitir responsabilidades y corregir conductas, al menos en lo referente a la laxitud con que se aplican las normas internacionales vigentes en materia de valija diplomática.